Chapter 0:

El Sacrificio que Despertó la Eternidad

Ushinawareta Yogen no Saigo no Eiyū


Tokio, Japón – 2005

9:00 pm

La lluvia cae con violencia sobre las calles de Tokio, golpeando el asfalto y formando charcos que reflejan las luces de los autos que pasan a gran velocidad.

Un joven de 10 años camina lentamente. En su mano sostiene unas pocas monedas, apretadas con fuerza. Su mirada se pierde en el camino, cansada, apagada. Las lágrimas se mezclan con la lluvia, resbalando por su rostro.

Los recuerdos

De pronto, flashes en su mente: su madre sonriéndole, abrazándolo con ternura. La calidez de esos momentos contrasta con la fría realidad. El niño aprieta los puños hasta sangrar, y en su rostro solo queda la sombra de una sonrisa desvanecida.

Fragmentos rotos de memoria lo atormentan: un hombre, oscuro, cruel, acabando con la vida de sus padres. El recuerdo es difuso, pero el dolor es real. Cada paso que da resuena en los charcos de agua, mezclándose con la sangre que aún parece perseguirlo.

El presente

Los autos pasan, levantando agua y ruido. El niño sigue caminando, con la ropa empapada, con las monedas como único tesoro. Su respiración es pesada, su cuerpo frágil, pero su mirada aún guarda un brillo de resistencia.

En su mente, una sola imagen lo sostiene: su hermanita enferma, esperando en casa. Sin medicamentos, sin ayuda. Él sabe que esas monedas no bastan, pero también sabe que no puede rendirse.

El contraste

La ciudad sigue indiferente, con luces, velocidad y ruido. Nadie se detiene. Nadie ve al niño. Solo la lluvia lo acompaña, mezclando sus lágrimas con el agua sucia de la calle.

El eco de sus pasos se convierte en un símbolo de soledad y lucha. Un niño de 10 años, cargando el peso de una tragedia, caminando bajo la tormenta con la esperanza de salvar a la única persona que le queda.

Tokio, Japón – 2005

El puesto de comida

La lluvia golpea con fuerza el pavimento, los charcos reflejan las luces de los autos que pasan veloces . El niño, empapado, observa un pequeño puesto de comida iluminado por un foco cálido. Bajo el toldo, varias personas ríen y comen, mientras el olor a caldo caliente y arroz recién servido se mezcla con el aire húmedo .

Sus dientes se tensan, el hambre lo golpea con violencia. La señora que atiende el lugar lo nota: su mirada cansada, sus ropas mojadas, y esas monedas apretadas en su mano.

Señora (amable, sonriente)“Espera un momento, pequeño.”

Él se queda confundido, inmóvil, con el agua resbalando por su rostro. La señora prepara un paquete de comida y se lo entrega con ternura.

Señora (gentil, cálida)

“Aquí tienes… provecho.”

Niño (agradecido, reverente)

“Gracias…”

El niño baja la cabeza en una reverencia gentil . Sonríe tímidamente y se va con la comida en mano, mientras la señora lo observa con compasión.

El incendio

Al llegar a su casa, el ambiente cambia abruptamente. El casero grita desesperado por ayuda , los vecinos se reúnen, algunos con cubetas de agua, otros llamando a la ambulancia . El niño escucha un grito dentro: su hermanita sigue adentro.

Niño (desesperado, decidido)

“¡Hermanaaa!”

Sin pensarlo, toma una toalla mojada y corre hacia la puerta. La lluvia ha terminado, pero las llamas devoran la casa . La puerta está bloqueada. Retrocede unos pasos, se lanza contra ella con todo su cuerpo, y logra abrirla con un estruendo.

El rescate

El humo lo ahoga, sus ojos arden . Corre por la casa buscando, hasta escuchar un sollozo en el segundo piso. Subiendo las escaleras, sus pies se queman, pero aguanta el dolor .

En una esquina, debajo de un mueble, encuentra a su hermanita temblando, con lágrimas en los ojos.

Niño (suave, tranquilizador)

“Tranquila… estoy aquí.”

Ella lo ve: sus brazos y pies están quemados, la piel marcada por el fuego. Él la cubre con la toalla mojada y la carga en brazos

El obstáculo

Una columna de madera en llamas bloquea la salida. El calor es insoportable, el aire se llena de chispas y humo.

Niño (firme, protector)

“Abrázame fuerte.”

Ella se aferra a su cuello con fuerza. El niño coloca sus manos desnudas sobre la columna ardiente . El dolor es insoportable, pero no se detiene.

Niño (gritando de esfuerzo)

“¡Aaahhh… está pesado!”

Los vecinos escuchan sus gritos desde afuera, horrorizados.

Vecinos (desesperados, alarmados)

“¡Dios mío, está adentro!”

“¡Ya llamé a la ambulancia, rápido!”

Con lágrimas y fuerza desesperada, logra mover la columna. Con su hermanita en brazos, baja las escaleras y atraviesa la salida

La salida

Los vecinos corren hacia ellos. La niña está a salvo, sin quemaduras, solo asustada . El niño, en cambio, tiene las manos destrozadas, los ojos llorosos, y las plantas de los pies quemadas

Él le quita la toalla a su hermanita, asegurándose de que esté bien.

Hermanita (llorando, abrazándolo fuerte)

“¡Hermano…!”

Niño (débil, sonriente)

“…Estás bien… eso es lo que importa.”

Ella lo abraza con fuerza, llorando . Él, marcado por el dolor, solo sonríe, con la calma de haber cumplido lo más importante: salvarla.


Tokio, Japón – 2005

La confrontación

La casa arde detrás de ellos, las llamas iluminan la noche como un monstruo devorando madera y recuerdos . El humo se eleva, los vecinos murmuran, algunos con cubetas de agua, otros llamando a la ambulancia .

El casero, con el rostro endurecido y la voz áspera, se acerca a la pequeña.

Casero (molesto, acusador)
“¡Tú hiciste esto! ¡Seguro fuiste tú!”

El hombre extiende la mano, intentando tomarla de la camisa. La niña retrocede, asustada, con lágrimas en los ojos .

De pronto, el niño da un paso al frente. Su mirada es seria, fría. Con fuerza, sujeta la muñeca del casero y aprieta. El hombre se queja, sorprendido por la presión.

Casero (quejándose, incómodo)
“¡Suéltame… me estás lastimando!”

El silencio se rompe con la voz temblorosa de su hermanita.

Hermanita (asustada, suplicante)
“Hermano… por favor.”

El niño la escucha, y lentamente suelta la muñeca del casero. Sus ojos siguen fijos en él, serios, como advirtiendo que no vuelva a tocarla.

La revelación

La niña, aún temblando, se aferra al brazo de su hermano. Sus ojos se llenan de lágrimas mientras habla.

Hermanita (nerviosa, sincera)
“No fui yo… fue un señor que nunca había visto. Tenía… tenía una cicatriz en la cara.”

Los vecinos se miran entre sí, confundidos . El casero guarda silencio, incómodo, mientras las llamas siguen consumiendo la casa detrás de ellos.

El niño, con las manos quemadas y los ojos llorosos, se mantiene firme. Su respiración es pesada, pero su mirada brilla con una mezcla de dolor y determinación.


Tokio, Japón – 2005

El callejón

La madrugada es fría, el aire húmedo aún conserva el olor a humo. Son las 5:00 am. En un callejón estrecho, iluminado apenas por un farol parpadeante, los dos niños descansan. La pequeña duerme sobre unos cartones que su hermano encontró, envuelta en la toalla mojada que la protegió del fuego .

El niño, sentado a su lado, mantiene la mirada baja. Su cuerpo está cansado, sus manos quemadas laten de dolor, pero su mente no descansa. Recuerda la casa ardiendo, las llamas devorando todo, y fragmentos rotos de cómo sus padres murieron. El eco de esos recuerdos lo persigue, hasta que un reflejo en un charco de agua lo devuelve al presente.

La silueta

En el charco, una silueta se acerca lentamente. El niño se pone de pie de inmediato, su respiración se acelera. La figura emerge de la oscuridad: un hombre con una cicatriz marcada en el rostro, la misma que vio su hermana en el incendio.

Hombre de la cicatriz (despreciativo, cruel)
“Pensé que ya había terminado con esa mocosa… pero no. Tu padre pidió prestado y no pagó. Estas son las consecuencias.”

El niño lo mira con desprecio, sus ojos arden de rabia, pero no dice nada. El silencio es más fuerte que cualquier palabra.

La provocación

El hombre se ríe, burlándose de la quietud del pequeño.

Hombre de la cicatriz (burlón, arrogante)
“¿En verdad quieres hacerte el valiente?”

El niño comienza a caminar hacia él, muy lentamente. Sus pasos resuenan en el callejón, firmes, pesados. El hombre se ríe aún más, creyendo que es un juego.

Hombre de la cicatriz (sarcástico, amenazante)
“Para pagar la deuda… solo quedan ustedes dos.”

La respuesta

El niño se detiene. Su voz surge baja, pero con una calma tan firme que corta la risa del hombre.

Niño (serio, con calma)
“Aléjate.”

El silencio se apodera del callejón. La risa del hombre se apaga de golpe. Sus ojos se clavan en el pequeño, sorprendido por la seguridad en esa voz.

El despertar

La niña se mueve entre los cartones, despertando. Sus ojos se abren lentamente, y al ver la figura frente a ellos, su cuerpo tiembla.

Hermanita (asustada, temblorosa)
“Hermano… es él… el mismo… el que incendió la casa.”

El hombre sonríe con malicia, la misma ropa, la misma cicatriz, la misma amenaza. El niño se mantiene firme, su mirada fija, sin retroceder.


En ese callejón, bajo la luz temblorosa y el eco de la madrugada, la deuda del pasado se convierte en un enfrentamiento inevitable. El niño ya no es solo un sobreviviente: ahora es un guardián.


Tokio, Japón – 2005

El aire cambia

El callejón está húmedo, las paredes rezuman agua por la lluvia pasada. El silencio es roto por el crujir de pasos. El hombre de la cicatriz observa al niño con desconfianza: algo no encaja. Las marcas de quemaduras que antes lo cubrían ya no están. Su piel parece intacta.

Hombre de la cicatriz (inquieto, desconcertado)
“¿Qué demonios…? Tus heridas… desaparecieron.”

Al fijar la vista, distingue una sombra detrás del niño. Una figura oscura, sonriente, apenas perceptible, como si se burlara de él. El niño lo mira con odio, inmóvil, y el aire se vuelve sofocante. Una llovizna comienza a caer de nuevo , gotas golpeando el suelo con un ritmo lento y pesado.

La amenaza

El hombre saca una navaja, la hoja brilla bajo la luz mortecina del farol. Se ríe con arrogancia, intentando ocultar su nerviosismo.

Hombre de la cicatriz (burlón, nervioso)
“¿Qué trucos baratos estás usando, mocoso? Jajajaja…”

Pero su risa se corta. La presión del aire lo incomoda, la mirada del niño lo paraliza por un instante. Aun así, avanza con pasos firmes.

El ataque

El hombre se acerca y, sin dudar, le da una patada al niño, haciéndolo retroceder. Aprovecha para tomar a la pequeña por el brazo.

Hombre de la cicatriz (violento, amenazante)
“¡Me llevaré a esta mocosa!”

La niña grita, su voz rompe el silencio del callejón . El niño, herido, ve un pedazo de vidrio en el suelo. Con fuerza desesperada, corre hacia él y lo clava en la pantorrilla del hombre.

Hermanita (gritando, aterrada)
“¡Hermanooo!”

Las luces de las casas vecinas comienzan a encenderse . Ventanas se abren, voces murmuran. El callejón ya no está en silencio.

La brutalidad

El hombre, apurado por la presencia de testigos, responde con violencia. Le da una patada hacia adelante y hunde la navaja en el cuerpo del niño. La hoja atraviesa con precisión cruel.

Hombre de la cicatriz (sádico, cruel)
“Tu vida ya terminó… igual que tu familia.”

El niño, desangrándose, se tambalea. Su respiración es pesada, pero sus ojos no pierden firmeza.

La respuesta final

Con voz baja, cargada de odio, el niño habla.

Niño (débil, desafiante)
“Entonces… te llevaré conmigo.”

Aprieta su puño con fuerza. El hombre retrocede, sorprendido, y de pronto siente un corte en su garganta. La sangre brota, su sonrisa se desvanece.

Los vecinos llegan corriendo, horrorizados . Ven al niño arrodillado, apuñalado, mientras el hombre de la cicatriz retrocede tambaleante y cae desangrado en el suelo. La lluvia cae suavemente, como si el cielo llorara junto a ellos .

El niño se desploma de rodillas, su cuerpo debilitado, mientras su hermana corre hacia él con lágrimas en los ojos.


El callejón se convierte en un escenario de tragedia: un niño herido, un hombre derrotado, y la lluvia cubriendo la escena como un manto de despedida.

Tokio, Japón – 2005

La despedida terrenal

La niña abraza a su hermano con desesperación . Sus lágrimas caen sobre su rostro, lo sacude, le habla, pero no obtiene respuesta. Un vecino se acerca, revisa sus signos vitales, y tras unos segundos de silencio, baja la mirada.

Vecino (serio, con tristeza)
“No hay nada… el ha fallecido.”

La niña lo aprieta aún más, sollozando. La señora del puesto de comida, que había llegado corriendo, se queda paralizada. Sus ojos se llenan de lágrimas mientras se cubre la boca con ambas manos

El mismo vecino, al ver el cuerpo del hombre de la cicatriz desangrarse en el suelo, observa después al niño y a su hermana. Con voz firme, dice:

Vecino (solemne, con respeto)
“Ese niño… no fue un niño. Ha dado su vida con honor.”

Los pensamientos del pequeño

En la oscuridad de su mente, una voz interna se escucha:

Niño (pensamientos, sereno)
“Ya no siento dolor… solo un ardor en mi pecho. Al menos espero que mis padres… por fin puedan descansar en paz.”

El despertar en Yomi

El niño abre los ojos. Ya no está en el callejón. Ante él se extiende el Yomi, el inframundo japonés, pero más oscuro y brutal de lo que cuentan las historias.

Columnas gigantes se alzan, desgastadas, con grietas que parecen sangrar ceniza.

Los caminos están cubiertos de polvo gris, cenizas mezcladas con una niebla densa que apenas deja ver unos metros adelante .

Demonios encadenados arrastran grilletes oxidados, sus cuerpos deformes se retuercen en silencio, vigilando cada paso.

Almas marchan lentamente, cargando sus pecados sobre la espalda, algunos llorando, otros gritando, todos atrapados en un ciclo eterno.

El aire es pesado, sofocante, como si cada respiración quemara los pulmones. El suelo cruje bajo sus pies, y cada grieta parece abrirse hacia un vacío infinito.

El hombre de la cicatriz

Entre las sombras, el niño ve al hombre que mató. Está allí también, perdido, con los ojos desorbitados. Al contemplar el lugar, comienza a gritar con desesperación:

Hombre de la cicatriz (aterrado, gritando)
“¡No! ¡Sáquenme de aquí! ¡Esto no puede ser real!”

Las cadenas de los demonios se arrastran hacia él, y su voz se quiebra en un alarido interminable.

La calma del niño

El niño, en cambio, permanece tranquilo. Sus ojos recorren el paisaje del Yomi sin miedo. Acepta lo que pasó, acepta el peso de sus actos. Su respiración es serena, y aunque el ardor en su pecho sigue presente, ya no hay dolor.

Niño (pensamientos, firmes)
“Este es mi destino… y lo acepto.”


El Yomi se revela como un reino de cenizas, cadenas y pecados. Mientras otros gritan, el niño permanece en calma, aceptando su lugar en el inframundo, con la esperanza de que su sacrificio haya dado paz a sus padres.


El Yomi – El Juicio de las Almas

El demonio guardián

De entre la niebla densa y las cenizas encendidas surge un demonio colosal. Su piel es roja como hierro ardiente, sus cuernos se arquean hacia atrás, sus ojos brillan como carbones encendidos, y sus colmillos relucen bajo la penumbra. Cada paso hace vibrar el suelo, y las cadenas que arrastra suenan como campanas oxidadas.

Demonio (voz grave, resonante)
“¿Un niño… en el Yomi? ¿Cuál fue tu pecado?”

El niño lo mira sin titubear, con calma.

Niño (sereno, firme)
“Quitarle la vida a otra persona.”

Su mirada se desvía hacia el hombre de la cicatriz, que tiembla de miedo, incapaz de aceptar su destino.

Los grilletes

El demonio ordena que lo sigan. Con un movimiento brusco, coloca grilletes oxidados en las muñecas del hombre. Este grita, forcejea, suplica, pero las cadenas se cierran con un eco metálico que retumba en el aire.

Cuando llega el turno del niño, él simplemente extiende las manos. No hay resistencia, no hay miedo. Los grilletes se cierran, y el sonido metálico se mezcla con el crujir de las cenizas ardientes bajo sus pies.

El suelo quema, pero el niño camina sin detenerse. Cada paso deja huellas negras en el polvo incandescente. El hombre, en cambio, se queja, tropieza, y arrastra sus cadenas con desesperación.

El camino del Yomi

De pronto, el suelo comienza a transformarse. A los lados emergen columnas gigantes, agrietadas, como si hubieran sido arrancadas de un templo olvidado. Sus grietas escupen ceniza y humo.

Enfrente, el espacio se quiebra como vidrio roto. El sonido es agudo, y tras la fractura aparece un nuevo sendero: unas escaleras de mármol negro, pulidas, que ascienden hacia un plano superior.

La cima está iluminada por una luz opaca, un resplandor tenue que apenas rompe la oscuridad. Allí, en el centro de ese espacio, se revela una figura.

La aparición de Izanami

Una mujer se alza en el plano iluminado. Es Izanami, pero en su versión del Yomi. Su presencia es solemne, imponente, y al mismo tiempo trágica.

Su kimono de seda celestial fluye como agua oscura, con mangas amplias que parecen extenderse como alas.

Grullas en vuelo y flores de cerezo y peonías adornan el tejido, pero sus colores están apagados, como si hubieran sido drenados por la muerte.

Remolinos de agua recorren el borde del kimono, moviéndose como si estuvieran vivos.

El obi ceremonial es de un azul profundo, casi nocturno, que contrasta con la palidez de su piel.

Su cabello largo y negro cae suelto, brillando como obsidiana bajo la luz opaca.

En sus pies, sandalias de madera (geta) golpean suavemente el mármol, cada sonido resonando como un decreto.

Izanami (silenciosa, solemne)
Ella se sorprende al ver a un niño. No habla, hasta que cierra los ojos. En su visión, ve lo ocurrido: el niño protegiendo a su hermanita, el hombre pateando, burlándose, apuñalándolo, y el niño, con un pedazo de vidrio, cortando la garganta del agresor. Es por eso que ambos están allí.

El juicio

Izanami cierra el puño. El suelo bajo el hombre se abre como un portal rojo incandescente. De él emergen manos de almas condenadas, deformes, que lo sujetan con fuerza.

Izanami (voz firme, sin gritar)
“Estás condenado con las almas que están en el olvido… eternamente.”

El hombre grita, forcejea, pero las manos lo hunden en el abismo. Su voz se pierde en la oscuridad.

El niño

Izanami vuelve su mirada hacia el niño. Siente algo extraño en él, algo que no pertenece del todo al Yomi. Cierra los ojos, y un recuerdo surge como un relámpago.

Otra perspectiva – El cielo

El escenario cambia. Se ve un cielo blanco, puro, columnas de mármol gris y suave que se elevan hacia lo infinito. La luz es serena, sin sombras.

Una silueta aparece en lo alto, apenas visible, pero su voz resuena con autoridad.

Sombra (voz solemne, distante)
“Haz que duerma un momento… y tráelo.”


El niño, entre el juicio del Yomi y la promesa del cielo, se convierte en un alma que no pertenece a un solo destino. Izanami lo sabe: su historia aún no ha terminado.


La perspectiva celestial – El Juicio y el Renacer

La manifestación de Dios

En lo alto del cielo eterno se revela Dios mismo:

Un ojo azul celeste de cien metros se abre en el firmamento, irradiando un fulgor imposible de sostener.

Sus párpados dorados brillan como el amanecer, y la piel que los rodea es clara, luminosa, como la primera luz del día.

El iris es una estrella de cuatro puntas, en tonos morado y rosa entrelazados, girando lentamente como un cosmos vivo.

Seis alas doradas gigantes, tres a cada lado, se despliegan con solemnidad; sus plumas parecen rayos de sol solidificado.

Una corona de espinas de fuego dorado y blanco rodea su forma, y en el centro flota una cruz de fuego celeste, ardiendo con un resplandor eterno.

El entorno vibra con su presencia: columnas de mármol suspendidas en la nada, un cielo blanco que se extiende sin fin, y un silencio absoluto que pesa más que cualquier sonido.

El recuerdo de Izanami

Izanami, desde el Yomi, muestra lo ocurrido: el niño protegiendo a su hermanita, enfrentando al hombre cruel, soportando golpes y la herida mortal, hasta que con un fragmento de vidrio cortó la garganta del agresor. Ese acto los llevó al inframundo.

La proclamación divina

La voz de Dios retumba como un trueno suave, cargado de eternidad:

Dios (voz solemne, infinita)
“Después de millones de años… él ha llegado.. Después de eones… el juicio ha comenzado.”

El aire se sacude, como si el universo entero reconociera esas palabras.

La transformación

Una luz celeste envuelve al niño. Su cuerpo cambia:

Su cabello se torna blanco, puro como la nieve eterna.

Su piel se vuelve clara, luminosa, como mármol pulido.

Su forma se reduce, convirtiéndose en un bebé recién nacido, símbolo de renacer y pureza.

Dios (voz firme, decretando)
“Ve a dejarlo.”

El ángel portador

Un ángel desciende suavemente:

Dos alas doradas se despliegan con calma, iluminando el espacio con destellos cálidos.

Su cabello dorado cae como hilos de luz, suave y radiante.

Sus ojos están cubiertos por una venda blanca con bordes dorados, símbolo de obediencia y fe.

Ella envuelve al bebé en una manta blanca adornada con estrellas doradas . Lo abraza .

y desaparece con el niño en brazos, llevándolo hacia su nuevo destino.

El susurro oculto

En ese instante, una voz baja, apenas audible, se filtra en la mente del pequeño. No es clara, es como interferencia, pero se distingue un fragmento:

Dios (voz distante, quebrada)
“…haz parar a …”

Después de eso, solo ruido, ecos distorsionados, como si el mensaje estuviera oculto en el tejido del tiempo. El silencio vuelve a dominar, pero la advertencia queda grabada en lo más profundo de su ser.


Así, entre el juicio y la eternidad, nace Kagayaku Izanagi Hoshi, el último héroe de la profecía perdida. Su destino aún guarda secretos, y las palabras interferidas de Dios anuncian un futuro que nadie comprende del todo.