Chapter 4:

Un hermoso paisaje

el camino del inquisidor


Dos días de camino. Me encontré a un espía del barón con una bolsa repleta de comida, mapas, una brújula y una pistola con tres cargadores. Junto a ella, había una carta. El espía me comunicó que, a unos kilómetros en estos caminos, encontraría una pequeña aldea con una estación de tren.

Le pregunté qué era un tren y él respondió que era una máquina hecha de hierro que expulsaba humo. También me dijo que no sacara el arma ni usara magia. Me explicó en pocas palabras que solo los soldados pueden usarla, al igual que las armas de fuego, reservadas para los de alto rango. Se despidió con un "buena suerte" y, caminando al lado derecho del camino, lo perdí en el bosque.

La carta indicaba que en la bolsa me entregaba algunas cosas que me ayudarían y también un telégrafo, que, en pocas palabras, era un dispositivo de comunicación rápido y de bajo consumo de magia, permitiendo una sola comunicación por uso.

Saqué el objeto de la bolsa. El telégrafo era un objeto cuadrado con incrustaciones de cristales mágicos. Lo traté de imbuir de magia y los pequeños cristales reaccionaron mientras me subía al caballo y lo posicionaba frente a mí. Mientras el caballo comenzaba a caminar, el telégrafo emitió una voz preguntando si me había llegado el paquete. Respondí que sí y agradecí por la información. Al otro lado, el barón solo dijo "perfecto", que me esperaba de vuelta y me deseó buena suerte.

Han pasado dos días más en este camino, pero ya veo la pequeña aldea. Un objeto negro grande rechina, tal como me dijo el espía. Debería estar a unos kilómetros, quizá llegue al anochecer. Me perdí en las vistas y no me di cuenta hasta que ya era de noche.

En la entrada de la aldea, dos guardias me llamaron para registrarme. Revisaron mis cosas, pero solo las observaron, se encogieron de hombros y me dejaron pasar. Momentos después, entré al hotel para descansar y, quizá, comer mañana. Primero quería dormir, me dolía la espalda.

Poco después, un recuerdo del pasado vino a mi mente.

Sentado, miraba a mis hermanos de armas junto a la hoguera. La muerte se acercaba con una paz escalofriante, llevándose a mis hermanos, todos con una cadena al cuello. Antes de marcharse, volteó hacia mí y habló:

—Te he estado esperando desde el otro lado del abismo. Te invito a venir.

Me horroricé al ver aquel abismo y la invitación que me hacía. Con fuerza, le pregunté, y, con una respiración profunda, logré responder:

—¿Y por qué usas un disfraz si eres el origen de la magia?

La muerte soltó una carcajada y se acercó a Stalin, posando su rostro frente al suyo.

—¿No fuiste tú quien envió a estos que ahora me llevo? ¿No fuiste tú aquel que carga con miles de cráneos de diferentes especies? ¿No fuiste tú quien mató a los cinco héroes de aquel vejestorio, aquellos que envié a hacer la paz? Aquellos que envié para ayudarte...

Recordando aquellos tiempos, una vieja ira se encendió dentro de mí, un odio que llevaba guardando por mucho. Nunca pude gritar porque nadie escuchaba, y a nadie le importaba. Le respondí con furia:

—El rey solo quería más dinero para sus bolsillos y manipuló a cinco niños para ir a una guerra donde no tenían ni un atisbo de voluntad. Solo pensaban en sus placeres y su inmundicia. Como tratar a un animal con poderes… a una bestia con cerebro.

La muerte rió en mi cara y me respondió:

—Lo sé. Pero es fantástico ver cómo se destrozan con una pala o un palo con pinchos. La magia… Stalin, yo les regalé ese poder y mira lo que hicieron: maravillas. Una vez observé a un soldado tuyo agarrar un palo… ¿Quién demonios agarra un palo teniendo una espada? ¿Y sabes lo mejor?

Le respondí con incredulidad:

—¿Qué hizo?

La muerte me miró a los ojos con éxtasis.

—Agarró un alambre con púas y lo enrolló. ¿Y sabes la mejor parte? No me respondas, no me importa. Ese soldado se llevó a quince antes de caer. Y tú, mi camarada, con una pala hiciste milagros.

Lo miré con algo de miedo.

—¿Y qué hizo tu poder? Además, no tienes potestad sobre mí ni sobre la magia.

La muerte volteó hacia arriba, pensativa, y respondió con una pequeña sonrisa:

—¿Por qué no? Es mi chamba llevar a los caídos en batalla. Y camarada, tú fuiste el único que me entregó a miles en mi barca. Por eso, te daré poder como un regalo. Y te estaré observando.

Miré a la muerte con enojo y seriedad, pero una pregunta escapó de mis labios:

—No te daré mi lealtad, y teniendo en cuenta la letra pequeña, es mejor no aceptar.

La muerte me observó, soltando la cadena con una respuesta fría. Se quitó la capa, revelando a una esbelta mujer de cabellera dorada, con un vestido gris con toques negros y un gorro de marinero.

—Camarada, nadie me dio tanta chamba como tú. Y como ahorita no tengo nada que hacer, ¿por qué no darte poder? ¿Quién no quiere poder? Pero cumpliré mi trato: no serás mi sirviente. Y si no lo cumplo, te daré todo el poder.

La miré con desprecio, pero pensé que no perdía mucho realmente. Además, era la misma muerte quien me hablaba.

—Bien, antes de cerrar esto… ¿qué tipo de poder me darás?

La muerte se alejó recogiendo la cadena y, antes de irse, me comunicó:

—Tu ojo derecho evolucionará ligeramente y tu maná se expandirá un 20%. También mejoraré su recuperación en un 50%.

Despidiéndose de Stalin, desapareció.

Me desperté empapado en sudor después del sueño lúcido. Me dirigí directamente al espejo para ver mi ojo derecho. Bueno, no sé si mintió sobre el ojo, pero sobre lo otro sí dijo la verdad.

Después de bañarme y vestirme, pasé a comprar un boleto, algo de comida y, de paso, una gabardina negra. Mientras esperaba aquella cosa llamada tren, me puse a pensar en tonterías. Me gustaba apagar el cerebro.

Un joven se me acercó, sacándome de mis pensamientos.

—Señor, ¿le gustaría comprar un diario?

Solo me vino un pensamiento: ¿Qué demonios es un diario? Me picó la curiosidad, así que lo compré. Levanté la mirada hacia las vías del tren y observé una enorme máquina que echaba humo. Con un poco de entusiasmo, quise saber qué era o cómo funcionaba.

Varias personas comenzaron a bajar, mientras unas vestidas con uniformes azules revisaban papeles y los devolvían. Me pareció curioso hasta que un joven con uniforme se acercó a mí.

—Buenos días, caballero. ¿Me permite su ticket?

Lo miré por un segundo y, con una sonrisa, le respondí:

—Claro, tome.

Le entregué el papel y le pregunté:

—¿Qué es esto? ¿Cómo funciona? Disculpe, es la primera vez que veo uno.

El joven sonrió y me explicó:

—Es un objeto que puede funcionar con magia, pero también con materiales orgánicos. Es un transporte para largas distancias. Su funcionamiento es algo complejo, pero en pocas palabras, es como una chimenea que usa magia y carbón.

No lo entendí del todo, pero intuía por dónde iba.

Para no perderlos, y de paso por lo caros que eran, pregunté dónde quedaba un bazar. Me dijeron que al lado derecho, así que me dirigí allí y compré jamón, pan, tocino y mantequilla. Minutos después, pasé a comprar los boletos y esperé el tren.

Pasé horas sentado, viendo los paisajes a través de la pequeña ventana del vagón. Después de sesenta años viendo una sola pared vacía, uno recuerda muchas cosas que se olvidan con el tiempo. Una de ellas era la casa de mis padres. Aunque "padres" era solo mi madre, quien nos cuidaba a todos. Yo fui el último de mis hermanos y hermanas. Al final, fuimos diez hermanos y cuatro hermanas, y de esos catorce, yo fui el más joven.

Mi padre era un poderoso mago del reino. Lo poco que recuerdo de él era su obsesiva orden de hacernos fuertes a cualquier precio. Mi madre lo permitió, pero impuso una regla: nada de muertes entre hermanos. Cada seis meses, mi padre regresaba para evaluar nuestro progreso y solo repetía: "inaceptable". En mi caso, por ser el menor, se agachaba frente a mí, me miraba frío y decía: "miserable". Siempre fue así. Mis hermanos mayores crecían más rápido en todos los sentidos. Solo mi querida madre me daba apoyo para seguir adelante. Siempre, antes de dormir, se recostaba a mi lado y, mientras me acariciaba la cabeza, me susurraba palabras dulces: "Hijo mío, no importa lo que tu padre diga. Yo estaré viendo tus logros. Y si fracasas, no es el fin del camino. Tú eres mi campeón".

Me interrumpió el chico con traje.

—Caballero, llegó a su destino.

Estaba tan absorto en mis pensamientos que lo ignoré. Tocándome el hombro, el joven me sacó de mi trance. Le devolví la mirada con una pequeña sonrisa.

—Gracias y disculpe, estaba absorto en una agradable vista.

El joven, devolviéndome una sonrisa, me explicó mientras se preparaba para llevar mi equipaje:

—Ha llegado a su destino. Le puedo recomendar estos lugares —dijo, extendiéndome un mapa de la ciudad—, y también un lugar agradable donde hospedarse —señaló con el dedo índice en el mapa—, así como un sitio donde comer con una excelente selección de licores —marcó el lugar con un lápiz en el papel—. Caballero, lo dejaré en la estación.

El joven me guió por el tren hasta la estación. Al llegar, saqué una moneda de oro y se la di en agradecimiento. Con mucha alegría, el joven me expresó un sincero "gracias".

Era de día cuando llegué y ahora ya era de noche. Miré un reloj a lo lejos: eran la una de la madrugada. Caminé hacia el lugar indicado en el mapa. Entre las calles, observé la modernización de la ciudad; ya no era tan sucia y había más luz en todas partes. Finalmente, llegué al hotel. La recepcionista me recibió con agrado y me preguntó cuántos días estaría y el costo de la estancia.

Le respondí que no conocía la tarifa por cuatro días. Ella me informó: "Incluyendo comida, serían 80 monedas de hierro". Le pregunté si había problema en pagar con una moneda de oro. Me respondió que no.

Momentos después, subí por unas escaleras interminables hasta mi habitación. Al abrir la puerta, observé el interior: paredes de un rojo oscuro, lámparas, una mesa... pero lo más importante, una cama cómoda. Hacía mucho tiempo que no dormía en una. Bueno, la cama que me prestó el barón era increíble, pero esta también lo era.

El muchacho se despidió cerrando la puerta. Mientras yo me hundía en la cama, el sueño me invadió y me vencía poco a poco.