Chapter 2:

Capítulo 2 - Un Fantasma entre los Suyos

Noventa y Nueve Mil Memorias (Spanish - Español)


El resplandor verde lo envolvía, confuso y cegador, como si flotara en un océano de luz líquida. No había arriba ni abajo, solo una vastedad sin forma que lo abrazaba con un calor sofocante.

Su mente era un torbellino de voces lejanas y memorias rotas, deslizándose entre lo real y lo olvidado. Intentó gritar, moverse, resistirse… pero su cuerpo no existía, era solo un pensamiento atrapado en un laberinto sin salida.

Y entonces, como si el tiempo se quebrara en mil pedazos, la luz empezó a menguar.

El sonido llegó primero, como un latido enfermo.

Un murmullo lejano, incesante, áspero. Voces roncas, motores tosiendo, el quejido metálico de vehículos desgastados y el zumbido incesante de una ciudad cansada. Luego vino el hedor: una mezcla espesa de humedad rancia, orina vieja y basura fermentando bajo el sol.

El Distrito Ámbar apestaba a abandono.

Sus párpados se cerraron y abrieron en un parpadeo lento, como si el mundo necesitara recargarse.

Las luces de la ciudad titilaban debajo como un océano de estrellas muertas. Y entonces quiso reírse de la broma cósmica. ¿Cuántas noches había soñado con volar? Ahora, en la cornisa carcomida de un edificio que gemía con el viento, entendía la letra pequeña: volar era solo caer con estilo.

La botella de ron barato en su mano izquierda pesaba más que su voluntad.

—¡Mierda…! —Sus palabras cayeron primero que él.

Antes de que su cerebro pudiera procesar lo que estaba ocurriendo, sus músculos ya habían respondido por él. Su mano derecha se lanzó hacia la cornisa como un rayo, agarrándose con desesperación mientras su cuerpo colgaba sobre el precipicio.

Un chasquido seco recorrió su hombro al dislocarse, arrancándole un grito ahogado. Pero no se soltó. No podía.

Más abajo, la botella que había sujetado un segundo antes giró sobre sí misma, hasta impactar contra el suelo en una lluvia de fragmentos brillantes.

“Maldito imbécil," gritó dentro de su cabeza. “¿Qué pretendías lograr? ¿Morir como un idiota?”

Con un gruñido de esfuerzo, intentó subir utilizando su brazo izquierdo, pero su cuerpo apenas contenía fuerzas.

Desesperado, buscó un punto de apoyo con sus pies contra la fachada, clavando las suelas en los ladrillos desgastados por el tiempo. Sin embargo, estos cedieron sin resistencia, como si fueran simples capas de polvo acumulado durante décadas.

—Quédate quieto… —rogó a los escombros, pero ya volaban como cenizas de un funeral. Perdiéndose en la oscuridad de la calle.

De repente, el pedazo de cornisa que sostenía su mano derecha cedió con un crujido seco y sus dedos se cerraron en el vacío. La gravedad lo arrastró hacia abajo, tendiendo los músculos de su brazo izquierdo como cuerdas a punto de romperse.

El hombro le ardía, el sudor le nublaba la visión, y en sus oídos resonaba el latido de su propio corazón, salvaje y acelerado.

—¡¿EN SERIO? ¿Ni siquiera un maldito día completo aquí, Ascendentes hijos de…?! —rugió al cielo, como si desafiara a algún dios burlón

El pánico se apoderó de su mente como una bestia desbocada, pero con un grito gutural que brotó desde lo más profundo de su ser, logró silenciarlo.

Ignoró el dolor que le atravesaba el cuerpo, como si fuera un mero espectador de su propia agonía. Con el brazo izquierdo, se aferró con fuerza desesperada, tirando de su cuerpo hacia arriba. Las piernas, temblorosas y al borde del colapso, respondieron a duras penas, impulsándolo unos centímetros más cerca de la cornisa. Finalmente, con un último esfuerzo que le quemó los músculos, logró enganchar una pierna sobre el borde.

Arrastrándose como un animal herido, consiguió subir al tejado, donde rodó sobre la superficie áspera y fría.

El aire entró a su pecho en bocanadas irregulares.

Su brazo derecho, inservible, colgaba como un peso muerto, mientras que el izquierdo temblaba incontrolablemente. El sudor frío le corría por la frente, mezclándose con el polvo y la sangre de su barbilla raspada.

Permaneció tendido, inmóvil, durante lo que pareció una eternidad, sintiendo cómo el mundo giraba a su alrededor.

Con un gruñido de dolor, se obligó a ponerse de pie y su vista se perdió en el cielo gris, donde las nubes pesadas parecían reflejar el peso de su propia existencia.

—Otra condena disfrazada de vida… Otro final al que estaría encadenado sin escapatoria. Pero no esta vez. Pueden esperar eternamente, porque mi alma ya no les pertenece.

Entonces, lo sintió.

Los recuerdos llegaron a él, claros y precisos. No eran fragmentos dispersos ni sueños borrosos; eran suyos, tan vívidos como las incontables vidas que ya había dejado atrás.

Asteron Draven. Así lo llamaban en este ciclo, pero su existencia siempre estuvo en duda. Nació entre la riqueza, pero vivió en el exilio dentro de su propio hogar. Su cabello y su porte eran inconfundibles, la viva imagen de su padre. Pero sus ojos… aquellos malditos ojos verdes.

Los rumores, como serpientes venenosas, lo señalaban como un bastardo, un error en el linaje sagrado de los Draven. Su madre lo culpó por arruinar su reputación. Su padre, aunque callado, nunca pudo ocultar la duda en su mirada.

Las pruebas de ADN confirmaron lo que nadie quería aceptar: era un Draven. Pero serlo en papel no le devolvió su lugar en la familia.

Fue un fantasma entre los suyos.

Criado por extraños, ignorado en los grandes salones, escondido del mundo. El apellido Draven le pertenecía, pero solo como una carga sin honor ni reconocimiento.

Nunca tuvo el amor de su familia, pero sí una meta: forjar un Corazón Etéreo. Su destino dependía de ello. Le brindaron tutores, conocimientos, todos los medios necesarios. Sin embargo, por más que se esforzó, jamás logró crearlo.

Año tras año, su fracaso se volvió una sombra imposible de ignorar. Y cuando cumplió los dieciocho, los Draven lo desecharon como una inversión fallida.

Y así, su existencia se diluyó. Invisible entre las paredes que lo vieron crecer. Hasta que un día, el silencio se volvió insoportable, y se marchó sin mirar atrás.

El Distrito Ámbar lo recibió con sus calles sucias y su gente desesperada. Allí, entre los marginados, encontró un lugar donde esconderse, pero también donde hundirse. Pero incluso en ese lugar, el peso de su fracaso lo aplastaba. Cada día era una lucha, cada noche un recordatorio de que no había escapatoria.

Y hoy, en su trigésimo tercer cumpleaños, había tomado la decisión más drástica de todas: acabar con todo.

Pero la puerta roja tenía otros planes.

Asteron apretó los dientes, con los puños cerrados como si intentara atrapar su propio destino. Alzó el rostro hacia Veltraven, una metrópolis devorada por su propia ambición, donde la magia y la tecnología convergían, y los Corazones Etéreos dictaban el destino de todos.

Nadie sabe exactamente cómo o por qué, pero hace siglos, los Portales irrumpieron en el mundo como grietas en el velo de la realidad, rompiendo el frágil equilibrio de la humanidad. Con ellos llegó el Aliento del Mundo, una energía antigua que transformó todo. Los humanos, antes limitados por su mortalidad, descubrieron que podían alcanzar poderes que solo existían en los mitos. Aquellos con talento y voluntad inquebrantable aprendieron a tejer el Arcáne en sus almas, forjando Corazones Etéreos que los convertían en Adeptos del Arcáne, seres capaces de desafiar las leyes de la naturaleza.

En este nuevo mundo, familias como los Draven se alzaron sobre las demás. Su poder no provenía de la riqueza, sino de sus Adeptos y la voluntad de usarlos para imponer su dominio.

Asteron soltó una risa ahogada, un sonido quebrado que se desvaneció en el viento nocturno como un suspiro de resignación.

—Una familia poderosa, pero un hijo desechado. En una era de magia, pero privado de su esencia. Y eso es solo la punta del iceberg de esta existencia miserable. —Se rió entre dientes, con la mirada fija en la ciudad que resplandecía ante él—. ¿Les divierte? ¿Es un espectáculo digno de ustedes, verme retorcerme en el fango? No tienen idea de lo que han desencadenado. Si algo me han enseñado mis vidas pasadas, es que no importa cuántas veces caiga… siempre encuentro la forma de alzarme de nuevo. Y cuando lo haga, no habrá lugar en el mundo donde puedan esconderse.

El viento nocturno arrastró sus palabras, como si la ciudad intentara ahogarlas.

El dolor en su brazo lo distrajo por un momento, y frunció el ceño, contemplando su próximo movimiento.

—Lo primero es arreglar esto.

Con mano temblorosa, tocó su hombro dislocado, sintiendo la hinchazón y el calor bajo su piel. Sabía lo que venía, y no podía permitirse el lujo de vacilar. Se colocó junto al marco de la puerta oxidada de la azotea, y, con los dientes apretados y un gemido ahogado, se impulsó hacia adelante.

El sonido de la articulación al encajarse fue breve, pero el dolor lo atravesó como una descarga eléctrica, dejándolo sin aliento.

Por un momento, todo se detuvo. El mundo se redujo a ese dolor punzante y a la sensación de náusea que subía por su garganta. Pero luego, lentamente, el brazo volvió a responder.

—Ahora sí —murmuró, moviendo el brazo con precaución—. Esto ya es otra cosa.

Con un último vistazo a la ciudad, se adentró en la escalera del edificio.

El pasamanos, cubierto de una costra de polvo y óxido, parecía desintegrarse al tacto. Las paredes, desnudas y corroídas por la humedad, mostraban capas de pintura descascarada que se desprendían como piel muerta. El aire olía a moho y a tiempo detenido, como si el edificio hubiera sido sellado en una cápsula de abandono.

Doce pisos de decadencia. Doce pisos que parecían un reflejo distorsionado de su propia vida.

El ascensor, una reliquia oxidada, llevaba años sin funcionar. Quizás nunca lo había hecho.

Por suerte vivía en el cuarto piso, así que el descenso no era largo, pero cada escalón que bajaba resonaba en la escalera como un latido sordo.

—En todas mis vidas he tenido conciencia desde el principio —murmuró para sí mismo, frunciendo el ceño—. Pero esta vez… esta vez es diferente. Es como si hubiera despertado de un sueño. ¿Será la Puerta Roja?

La pregunta flotó en el aire, sin respuesta.

Al llegar al rellano del séptimo piso, una voz áspera y cargada de desprecio lo arrancó de sus pensamientos.

—¡Ah, el ilustre miembro de la familia Draven! —dijo un hombre, con un tono que rezumaba sarcasmo—. ¿Así que al final no te atreviste, eh? No me sorprende. Siempre fuiste un cobarde.

Asteron lo miró con desdén. El hombre estaba en la puerta del 702, con una botella en una mano y una sonrisa burlona en la otra. Su aspecto era tan repulsivo como su personalidad.

—Es mejor así —continuó el hombre, dando un trago a la botella—. Los muertos no pagan deudas, y tú me debes dos meses de renta. Si no me das mi dinero pronto, te vas a encontrar durmiendo en la calle, entre la basura y los gatos famélicos. Aunque, pensándolo bien, quizás eso sea demasiado bueno para alguien como tú.

Asteron lo reconoció al primer vistazo: el administrador del edificio. Un parásito con forma humana cuya alma debía de estar tan podrida como los apartamentos que alquilaba. Había convertido la miseria ajena en su negocio. Cobraba rentas exorbitantes y sus tácticas eran tan repugnantes como los acuerdos que obligaba a firmar a las inquilinas.

Asteron lo observó, y en sus ojos brilló un odio profundo.

—¿Qué mierda acabas de soltar, desgraciado? —preguntó, con una calma que apenas ocultaba la ira que ardía en su interior.

El administrador se quedó boquiabierto, claramente desconcertado por la falta de sumisión habitual en Asteron. Su rostro se enrojeció de ira, y abrió la boca para descargar su frustración con una retahíla de insultos. Pero una voz suave y temblorosa salió desde el interior del apartamento.

—Por favor, no hagas esto —susurró la mujer, con un tono que mezclaba miedo y desesperación—. Mi marido está por llegar. No arruines todo… por perder el tiempo.

El hombre se quedó callado, pero sus ojos brillaban de furia. Miró a Asteron con desprecio y escupió:

—Esto no se queda así, imbécil…

Con un gruñido, entró al apartamento y cerró la puerta con un portazo que hizo temblar el marco.

Asteron chasqueó la lengua, incapaz de disimular su disgusto, y continuó avanzando. Después de bajar varios pisos, llegó al cuarto nivel y abrió la puerta del apartamento 406.

El lugar era modesto, incluso destartalado, con un agujero en la pared que nunca se había molestado en reparar. Pero, a pesar de todo, era su espacio.

Se sentía como si hubiera vivido mil vidas en una sola, cada una más agotadora que la anterior. Al cerrar la puerta de su apartamento, se dejó caer contra ella, como si el peso de todas esas vidas lo aplastara.

Respiró hondo, pero el aire no le trajo alivio. Necesitaba algo más. Algo que lo sacudiera, que lo sacara de ese letargo interminable.

Con pasos lentos, se arrastró hasta el baño.

La ducha fría no era una elección, sino un recordatorio constante de su impotencia en esta vida. La caldera llevaba meses sin funcionar, y el administrador, experto en el arte de la evasión, siempre tenía una excusa lista para no arreglarla.

Se desvistió con lentitud, sintiendo el peso del cansancio en cada movimiento, y se adentró en el agua helada.

El agua fría cayó sobre su piel como agujas de hielo. Le cortó la respiración y le mordió la piel, clavándose hasta los huesos. Se quedó allí, inmóvil, mientras el agua lo castigaba. Quería creer que aquello lo ayudaría a limpiar su mente, pero los pensamientos no tardaban en colarse. Eran como ratas, arrastrándose por los rincones de su cabeza, royendo todo a su paso.

—Mírate —murmuró, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos, mientras el agua fría le recordaba su derrota—. Ni siquiera le insististe más para que la arreglara.

Cerró los ojos, apoyando la frente contra la pared húmeda y mohosa del baño. Mientras las gotas gélidas resbalaban por su piel como pequeños recordatorios de todo lo que había permitido.

—¿De verdad creíste que aguantar en silencio era la solución? —susurró, con voz quebrada—. ¿Tan asustado estabas de perder lo que apenas tenías? ¿Así querías vivir? ¿Arrastrándote por migajas?

El agua siguió su curso, fría e indiferente, arrastrando consigo cualquier rastro de calor que quedara en su cuerpo.

Asteron dejó escapar una risa seca.

—Era cuestión de tiempo antes de que todo acabara con la poca voluntad de vivir que te quedaba.

Cuando finalmente cerró la llave, su piel estaba entumecida. Se vistió con ropa limpia, si es que podía llamarse "limpia" a aquellas prendas raídas que habían sobrevivido a demasiados lavados. Las costuras estaban desgastadas, los colores desvanecidos, pero era lo único que tenía.

Se dejó caer en la cama, sintiendo cómo el colchón gastado se hundía bajo su peso, como si también estuviera agotado por los años.

Cerró los ojos, pero la mente no le daba tregua.

—Esa Puerta Roja... —susurró, mientras los recuerdos de vidas pasadas brotaban como agua de un manantial.

Rostros olvidados, habilidades que alguna vez dominó, amores y guerras que ya no le pertenecían.

—¿Por qué ahora? —murmuró, abriendo los ojos apenas lo suficiente para ver el techo agrietado—. Nunca hubo una oportunidad sin un precio. ¿Qué estoy pasando por alto?

Sus pensamientos fueron interrumpidos.

Los vecinos habían vuelto a empezar su ritual semanal: gritos, portazos y algún que otro insulto creativo que lograba colarse a través de las paredes delgadas.

Asteron cubrió sus ojos con el brazo como si eso pudiera protegerlo de la cacofonía doméstica.

—Ah, sí, el soundtrack de mi vida —murmuró con sarcasmo—. Lo único que falta es que me inviten a participar. Pero no, gracias. Prefiero ahorrar para largarme de esta obra de teatro barata. Aunque, claro, primero necesito el dinero... y eso parece más difícil que escapar de esta pocilga.

Entonces, algo cambió.

De repente, los gritos se apagaron, como si alguien hubiera bajado el volumen del mundo. La humedad opresiva del cuarto desapareció. El colchón bajo su espalda perdió su forma, como si se derritiera, y fue reemplazado por algo más firme, más natural.

Algo no estaba bien.

Abrió los ojos de golpe y se incorporó rápidamente, mirando a su alrededor con incredulidad.

No estaba en su habitación, ni en el apartamento, ni siquiera en la ciudad.

Se encontraba bajo un mar de estrellas que brillaban con una intensidad que jamás había visto en este ciclo de vida, como si el cielo mismo hubiera decidido acercarse a la tierra para mostrarle su esplendor.

La hierba bajo sus pies era fresca y suave, y el aire olía a tierra húmeda y flores silvestres. A su alrededor, los árboles se alzaban como gigantes antiguos, con troncos gruesos y retorcidos, sus copas eran tan altas que parecían rozar las estrellas.

El sonido de un riachuelo cercano se mezcló con el susurro de las hojas y los cantos lejanos de criaturas nocturnas.

Por primera vez desde que recuperó los recuerdos de sus vidas pasadas, algo escapaba a su comprensión.

—¿Dónde diablos estoy...? —murmuró y su voz se perdió entre los árboles.—. ¿Y cómo llegué aquí?

Patreon iconPatreon icon