Chapter 3:
Noventa y Nueve Mil Memorias (Spanish - Español)
Asteron escudriñó el bosque con asombro, como si sus propios ojos lo estuvieran engañando. La brisa nocturna agitaba las hojas de los imponentes árboles, creando un murmullo hipnótico.
Se arrodilló y deslizó los dedos sobre la hierba perlada de rocío, notando el frescor contra su piel.
—¿Esto es una ilusión? —murmuró para sí mismo, esperando una respuesta del viento.
Pero el frío de la tierra contra su piel, la densidad del aire cargado de humedad y el perfume salvaje de la vegetación eran inconfundibles. No podía ser una ilusión.
Soltó una risa seca.
—Vamos… ahora no soy más que un hombre ordinario. Ningún Adepto perdería su tiempo conmigo. —Levantó la vista hacia los troncos monumentales—. Así que este lugar es real. Pero ¿cómo llegué aquí?
Recorrió los árboles con la mirada. En esta vida había leído cuanto pudo antes de dejar atrás la mansión Draven, pero jamás encontró referencias a especies con tales características. Y, sin embargo, los reconocía.
—Son… "Ulthares" —susurró.
Eran frecuentes en regiones donde el Aliento del Mundo apenas fluía. Los había visto antes, incontables veces, pero siempre en otras vidas, en otros planos de existencia.
—¿Otro mundo...? —El solo pensarlo le revolvió el estómago. No, imposible. Para algo así haría falta un océano de Aether y una Ascendencia Arcáne prodigiosa. Y él... él ni siquiera había despertado su Corazón Etéreo. Ni un ápice de Aether corría por su ser.
—Entonces, ¿qué demonios está pasando aquí?
Algo peculiar en la periferia de su visión lo hizo bajar la mirada. Su atuendo harapiento se había desvanecido sin dejar rastro. En su lugar, una camisa blanca de cuello alto con finos volantes caía sobre su pecho, acompañada de un chaleco marrón oscuro con bordados verdes en los hombros.
La confección era impecable, como sacada de otra época.
Rozó la tela con la yema de los dedos, percibiendo la calidad del tejido.
—El mundo cambió… también mi ropa.
La textura irradiaba una calidez distinta, como si una corriente de energía recorriera cada hilo. No era una prenda común. La magia vibraba en su interior.
Suspiró con resignación. Sabía que, en otras circunstancias, podría haber deducido su ubicación o incluso la composición de su atuendo con facilidad. Pero todas esas habilidades requerían ser un Adepto del Arcáne. Algo que no era.
“No hay tiempo para esto“ pensó, mirando sus manos. “Necesito formar mi Corazón Etéreo.“
De repente, un escalofrío recorrió su espina dorsal. Su cuerpo reaccionó antes de que su mente pudiera procesar el peligro. Se lanzó hacia un lado, rodando sobre la hierba fría mientras una sombra oscura se abalanzaba sobre él.
Un chasquido resonó en el aire, y los colmillos afilados de su atacante mordieron el vacío donde su cuello había estado un instante antes.
Asteron se levantó con rapidez y los sentidos en alerta. Sus ojos se clavaron en la criatura que lo acechaba.
No era un lobo común. Era una bestia imponente, con un cuerpo musculoso y un pelaje grisáceo que parecía fundirse con la penumbra del bosque. Sus ojos brillaban con un fulgor amarillo, y sus colmillos, afilados como dagas, destellaban bajo la tenue luz de la luna.
—No eres una bestia Arcáne… ¿o sí? —murmuró, sin parpadear siquiera.
El lobo respondió con un gruñido profundo, echando las orejas hacia atrás mientras flexionaba las patas, listo para atacar.
Asteron contuvo el aliento. No había magia en aquella criatura, pero tampoco en él. Y mientras su enemigo tenía garras, colmillos y un cuerpo hecho para cazar, él solo tenía su ingenio y la desesperación de quien sabe que está a un paso de la muerte.
—Y ustedes nunca andan solos… —musitó, con una sonrisa fría mientras sus ojos escaneaban el bosque.
Las sombras cobraron vida. Un brillo fugaz aquí, otro allá: ojos acechantes. Luego, el sonido de pasos amortiguados sobre la hierba. Primero uno, después otro. En cuestión de segundos, el bosque vomitó una jauría entera.
No había escapatoria.
Lo entendió al instante. La noche tenía hambre, y él era la cena.
Las probabilidades estaban en su contra, pero Asteron no era de los que se rendían.
Sabía que enfrentarse a toda la manada era una sentencia de muerte, pero también conocía la naturaleza de los lobos: siempre había uno más impaciente, más ansioso por demostrar su valía.
Con un giro rápido, se alejó corriendo, con la mirada fija en el lobo más joven. Era más pequeño, sin cicatrices, y su ímpetu lo convertía en el eslabón más débil.
Los lobos rugieron y se lanzaron tras él, pero Asteron ya había calculado cada movimiento. Justo como él esperaba, el joven lobo, cegado por la necesidad de probarse, avanzó primero.
Sus garras arañaron la tierra y su mandíbula se abrió, buscando la carne.
Asteron lo vio venir y dejó escapar una sonrisa feroz.
—No eres más que un cachorro —dijo, ajustando su postura.
El movimiento fue instintivo, casi perfecto. Asteron giró su cuerpo en el último momento, esquivando los colmillos del lobo joven por un margen que rozaba lo imposible. Intentó aprovechar la apertura para continuar su huida, pero antes de poder reaccionar, sintió un dolor punzante en el pecho.
Uno de los lobos adultos logró alcanzarlo con una de sus garras.
La fuerza del impacto lo lanzó al suelo, rodando entre hojas y polvo mientras soltaba una maldición entre dientes.
Se levantó con un gruñido, ignorando el dolor que aún ardía en su pecho. Sus ojos buscaron instintivamente la herida, pero no había nada. Ni sangre, ni rasgaduras, ni siquiera un rasguño superficial… su ropa seguía intacta.
Parpadeó, desconcertado, antes de dejar escapar una risa baja.
—Sabía que no eras algo común…
No tuvo tiempo de pensar. Otro lobo apareció de la nada, lanzándose sobre él con furia. Se lanzó a un lado, girando sobre sí mismo, y chocó contra la corteza rugosa de un árbol. Antes de que pudiera recomponerse, un golpe brutal desgarró la madera justo donde su cabeza había estado un segundo antes.
Su aliento se tornó errático.
No importaba cuánto intentara huir.
Los lobos eran más rápidos. Más resistentes y no había escapatoria.
El instinto le dijo que ya no estaba luchando, sino retrasando lo inevitable. Sintió cómo lo cercaban, cómo el cerco se cerraba.
—Joder… esto es una puta broma. He tenido mejores días… —murmuró, preparando su postura.
No hubo tiempo para lamentarse. La jauría entera se lanzó sobre él, y todo se volvió caos.
Los intentos de esquivar fueron inútiles. Golpes, garras, colmillos… todo caía sobre él en un torbellino de violencia. Un zarpazo brutal en el costado hizo crujir sus costillas mientras lo mandó al suelo con un estallido de dolor.
Se arrastró, intentando ponerse en pie, pero no tuvo oportunidad. Dientes afilados perforaron su antebrazo y tiraron de él, arrancando jirones de carne.
Rugió de rabia y dolor.
Pateó con fuerza, aplastando el hocico de su agresor, y rodó sobre sí mismo para esquivar otro mordisco que casi le parte la garganta.
No lo mataban, no todavía. Lo acorralaban, lo herían, lo debilitaban.
Era una tortura.
Asteron tosió sangre y escupió al suelo, relamiéndose el sabor metálico de su boca. Con una sonrisa llena de dientes manchados de rojo, levantó la cabeza.
—Espero que mis huesos les rasguen las gargantas y que mi carne les pudra las entrañas.
El lobo más próximo se lanzó sin dudarlo, pero Asteron también. Sus manos se cerraron alrededor del cuello de esta y antes de que la bestia pudiera reaccionar, sus dedos se hundieron en los ojos del animal con la furia de un hombre que se niega a morir.
La criatura gruñó y forcejeó, pero Asteron la sostuvo firme. Sus dedos se hundieron más y más hasta que el sonido viscoso y quebradizo de los globos oculares reventando lo cubrió todo.
El líquido caliente se desbordo entre sus uñas.
El lobo aulló de dolor y se agitó frenéticamente, pero Asteron no cedió. Su cuerpo temblaba, el dolor lo carcomía, pero su agarre solo se volvió más feroz.
—¡Cachorros de mierda! ¿Creen que soy una presa divertida? —susurró con una sonrisa ensangrentada, hundiendo los dedos en la carne del lobo—. Vengan, pruébenme… y vean quién termina desgarrado.
Los lobos rodearon la escena con gruñidos iracundos, pero en sus ojos se filtraba algo más…
Confusión.
Porque lo que tenían frente a ellos no era una presa indefensa.
Era una bestia herida.
Con un aullido de furia, la jauría finalmente se lanzó sobre él y apenas tuvo tiempo de soltar una maldición mental.
“A quien sea que me trajo a este maldito lugar… ¡Que te jodan! ¿Por qué no me dejaste en paz en mi apartamento?“
En un instante, el bosque se desvaneció, como si nunca hubiera existido. Las garras que estaban a punto de alcanzarlo, los dientes que brillaban con sed de sangre, todo desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
Asteron sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies, y luego... nada.
Cuando recuperó la conciencia, estaba de pie en su habitación. La luz tenue de una lámpara rota iluminaba las paredes descascaradas. El aire era denso, cargado con el olor a humedad y el rastro agrio de botellas vacías.
—¿Qué... qué demonios acaba de pasar?— murmuró, pero las palabras sonaron huecas, como si ni siquiera él pudiera creerlas.
Seguía aferrando algo. Algo caliente, tembloroso. Algo que jadeaba con un ronco estertor. Entre sus brazos, el lobo se revolvía, su pelaje erizado y húmedo de sangre. Los hilos carmesíes caían de sus cuencas vacías, formando manchas irregulares en el suelo viejo.
La criatura se sacudió, desorientada, como si acabara de ser arrancada de un sueño profundo.
Asteron no esperó. En cuanto vio que la bestia estaba confundida, la soltó y salió disparado hacia la cocina, moviéndose más por instinto que por pensamiento.
El lobo, ciego y frenético, dejó escapar un aullido desgarrador. Sus instintos rugieron, guiándolo con furia. Su nariz ardía con el olor de su presa y sus oídos captaban hasta el más leve crujido.
Sin dudar, cargó como un tren descarrilado, hacia la fuente del sonido.
Asteron apenas logró esquivar hacia un lado antes de que la bestia embistiera la pared con un rugido ensordecedor. El mueble que una vez ocupó ese rincón estalló en mil pedazos, convertido en nada más que astillas y polvo en cuestión de segundos.
La casa tembló como si hubiera sido golpeada por un terremoto, y una lluvia de fragmentos de madera y vidrio se esparció por el suelo, brillando bajo la tenue luz de la luna que se filtraba por las ventanas rotas.
—¡Mierda, mierda, mierda! —masculló entre dientes, impulsándose hacia el interior de la cocina mientras la bestia se recuperaba.
Sus manos recorrieron los estantes, buscando algo, cualquier cosa, que pudiera servir para defenderse. El sonido de las garras de la criatura arañando el suelo se acercaba, cada vez más rápido.
El aliento caliente y fétido del animal le llegó por detrás, y supo que no tenía tiempo.
—De verdad… debo mejorar mi política de invitados.
Sus dedos encontraron lo que buscaban. Dos cuchillos.
El tiempo pareció detenerse cuando Asteron salto sobre la encimera, justo en el momento en que el lobo se abalanzó. Las mandíbulas del animal chasquearon con un sonido húmedo y violento, rozando su rostro antes de clavarse en los estantes de madera, que cedieron con un estruendo que resonó en el apartamento.
En un movimiento fluido, Asteron se dejó caer sobre el lomo de la bestia, hundiendo los cuchillos hasta el mango. El lobo aulló, sacudiéndose como un demonio, con tal fuerza que Asteron salió volando por los aires, cayó el suelo con un golpe seco que le dejó sin aire.
Pero su mirada no se apartó de su enemigo.
El animal se balanceaba de un lado a otro, como si el viento pudiera derribarlo en cualquier momento. La sangre brotaba en gruesos hilos, empapando el suelo del apartamento con un rojo intenso que contrastaba con el gris de su pelaje. Sus ojos, antes luminosos y penetrantes, ahora se nublaban, perdiendo poco a poco su fulgor dorado.
Pero no estaba muerto. No todavía.
El lobo, una masa de pelo enmarañado y sangre, se arrastró por el suelo. Sus patas, débiles pero persistentes, arañaron el concreto del piso, buscando tracción. Su cabeza se alzó, ciega pero determinada, y su nariz se contrajo al captar el olor de Asteron.
Y con un último aliento, cargó.
—¡Maldita bestia! ¿Cuánto más vas a joderme?
Asteron alzó el cuchillo con la fuerza que le quedaba y lo hundió en el cráneo del lobo. La hoja atravesó hueso y cerebro con un chasquido húmedo, que llenó el aire, seguido de un silencio que lo envolvió todo.
El animal cayó sobre él, con su peso aplastante, y su aliento caliente y fétido en su rostro. Pero antes de que la vida lo abandonara, sus garras se cerraron en un último acto de venganza, desgarrando el pecho de Asteron.
El dolor lo atravesó como una lanza incandescente. Un grito escapó de su garganta, pero lo ahogó con una risa forzada.
—Bueno… Hoy definitivamente no es mi día… —murmuró entre dientes, mientras la sangre caliente se deslizaba entre sus dedos.
Todo ardía. Cada músculo, cada nervio.
Intentó levantarse, pero sus piernas no respondían. Su brazo herido temblaba, y la sangre brotaba en pulsaciones irregulares, manchando el suelo.
Su mente luchaba por encontrar una salida, pero pensar era como tratar de agarrar agua con las manos. Sus ojos, errantes, se fijaron en el baño.
—Debo... llegar... —masculló, arrastrándose con una determinación feroz.
—Si… sobrevivo esto…. me cambio de piso —bromeó entre jadeos, dejando tras de sí un rastro de sangre.
El baño. Tan cerca, pero tan lejos.
Al llegar, se aferró al lavamanos como si fuera el último baluarte de un mundo que se desvanecía.
Sus piernas temblaban bajo el peso de su cuerpo, y su reflejo en el espejo era una distorsión de sombras y manchas carmesí. La sangre corría por su rostro, mezclándose con el sudor y la suciedad, creando una máscara grotesca de su antiguo yo.
Con un esfuerzo sobrehumano, extendió la mano hacia el botiquín, pero sus dedos solo rozaron el borde oxidado antes de que su brazo cediera.
El resbalón fue inevitable. Su cuerpo se desplomó contra el suelo con un crujido sordo, y el frío de las baldosas se clavó en su piel como una daga. El dolor lo atravesó, agudo y penetrante.
El botiquín estaba allí, tan cerca, pero inalcanzable.
—No... no así —masculló, lleno de determinación—. No voy a morir en un maldito baño.
Su mano se cerró con fuerza en torno al cuchillo aún tibio de sangre.
Jadeando, lo usó para arrastrar hacia sí la caja metálica, la única maldita ventaja de este desastre: que hubiera caído junto a él. El chirrido del metal contra las baldosas le hizo rechinar los dientes, pero no se detuvo. Cuando el botiquín estuvo finalmente a su lado, soltó una risa ahogada.
"Qué ironía… Solo conozco a una persona capaz de desafiar el Arcáne de una forma tan absurda…. Y soy yo… así que tengo un bosque que visitar."
De repente, el mundo se desmoronó. El baño, con su luz artificial y su frío impersonal, se desvaneció como un sueño olvidado al despertar. El suelo cedió bajo sus pies, y cayó en un abismo sin fondo, sin tiempo, sin sentido.
Cuando recuperó la conciencia, La hierba roja y pegajosa bajo su pecho le recordó que todavía estaba vivo,. El aire era fresco, pero llevaba consigo el sabor metálico de la sangre y el aroma terroso de la tierra.
Intentó hablar, pero solo logró emitir un sonido gutural, un gemido que se perdió en la brisa.
"Así que... siempre fui yo...", musitó, aunque las palabras le pesaban en la lengua. "La puerta roja… tiene que ser obra de ella. Pero… ¿por qué?"
Pero no había tiempo para reflexiones profundas.
Su visión era un caos de sombras que se retorcían y su cuerpo, pesado e inservible, apenas respondía. Sin embargo, entre sus dedos entumecidos, sintió algo: una pequeña caja.
Con movimientos torpes, la abrió, tanteando su contenido.
Frascos.
El vidrio helado besó su piel, indiferente. Sus dedos, manchados de rojo, se deslizaban sobre las superficies, buscando algo que solo él podía sentir... hasta que lo encontró.
Un frasco distinto. No ardía como el fuego, sino como algo más profundo. Como un latido atrapado en cristal.
Una sonrisa débil, casi imperceptible, se dibujó en su rostro. Antes que una arcada le sacudiera el cuerpo, y un hilo de sangre escapara de sus labios.
Pero no le importó.
"Este..."
Con la última chispa de su voluntad, abrió el frasco y dejó que una gota resbalara por su lengua.
Y entonces, el mundo se desvaneció en una oscuridad cálida y acogedora.
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