Chapter 9:
Noventa y Nueve Mil Memorias (Spanish - Español)
El corazón del pueblo de Trevalia estaba sumido en la desesperación, el viento traía consigo el olor acre de la masacre y los gritos distantes de quienes aún luchaban o morían.
En el centro, donde se alzaba el viejo edificio del consejo, una figura menuda y encorvada golpeaba con insistencia la puerta pesada de madera.
Enya, una anciana de cabellos canosos como la ceniza, mantenía la mirada fija en la entrada mientras sus nudillos golpeaban una y otra vez, movida por una urgencia que parecía consumirla. Detrás de ella, sus dos nietos se aferraban a las faldas de su vestido, temblando en silencio, mientras su nuera observaba con ojos desorbitados, sujetando con fuerza un cuchillo de cocina.
—¡Abran! —suplicó Enya, con la voz quebrada y los ojos anegados de lágrimas—. ¡Por favor, déjennos entrar!
La puerta finalmente se entreabrió, revelando el rostro agotado y ensangrentado de Garrik, el más anciano y respetado de los consejeros del pueblo. Su expresión, que usualmente irradiaba calma y autoridad, estaba marcada ahora por líneas profundas de dolor. Tenía una herida en el brazo que goteaba sangre a través de un vendaje improvisado, y su túnica, raída, estaba salpicada de sangre seca.
—Rápido, adentro —dijo Garrik con una voz apenas audible, apartándose para dejarles paso.
Enya no necesitó más invitación. Agarró a sus nietos y los empujó hacia el interior, seguida de su nuera. Al cruzar el umbral, se encontró con un espectáculo que le heló el alma. El amplio salón, donde tantas veces se habían discutido las decisiones más importantes del pueblo, estaba irreconocible.
Niños aterrorizados lloraban en los rincones, consolados por mujeres que apenas podían contener sus propias lágrimas. Algunos ancianos arrastraban pesadas mesas de madera y estanterías, atrancando las ventanas mientras sus manos temblaban de fatiga.
El lugar olía a miedo: una mezcla de sudor, cenizas y el inconfundible aroma metálico de la sangre.
Enya miró a Garrik, buscando respuestas, pero lo que vio en su rostro la dejó sin aliento. Sus ojos, usualmente firmes y serenos, estaban enrojecidos, como si hubiera llorado recientemente. Un hombre como Garrik, conocido por su fortaleza incluso en los momentos más oscuros, ahora parecía una sombra de sí mismo.
—¿Dónde… dónde están ellos?—La voz de Enya se rompió mientras su mirada recorría a los presentes.
Algo faltaba. Alguien faltaba. Su pecho se oprimió cuando una sospecha horrible comenzó a tomar forma—. ¿Dónde está tu familia, Garrik?
El anciano cerró los ojos, como si las palabras fueran cuchillos que lo atravesaban. Cuando los abrió de nuevo, su expresión era una mezcla de impotencia y un dolor tan profundo que apenas podía sostenerse en pie.
—No lo lograron —dijo con un hilo de voz, apenas audible entre el caos del salón.
Enya sintió que sus rodillas cedían, y tuvo que apoyarse en una de las mesas para no caer al suelo. Su mente se negaba a aceptar lo que acababa de escuchar.
—No… no puede ser… —balbuceó, mirando a Garrik con incredulidad.
El anciano evitó su mirada, incapaz de sostener el peso de su dolor frente a los ojos de alguien que lo conocía tan bien. Dio un paso atrás, con una resolución oscura en sus movimientos.
—Ahora que estás aquí, debes encargarte de todos ellos, Enya. —Su voz era un susurro—. Los niños… mujeres y ancianos… todos aquí necesitan a alguien fuerte. Haz que sientan que tienen una razón para seguir.
Enya lo vio dirigirse hacia la puerta. Algo en su interior se rompió, y corrió hacia él, agarrando su brazo con fuerza.
—¿Qué estás haciendo? —exclamó, con desesperación—. ¡Si sales, morirás!
Garrik se giró lentamente hacia ella, con una calma que era casi aterradora.
—Si no voy yo, Enya, alguien más tendrá que hacerlo. Algún padre, hijo o hermano saldrá ahí afuera, y esas bestias lo devorarán igual. Pero al menos puedo intentar… distraerlas. Tal vez, si tienen suficiente conmigo, el resto tendrá una oportunidad.
Enya lo miró con horror, incapaz de procesar lo que estaba escuchando.
—¡No hables así! —suplicó, con lágrimas corriendo por sus mejillas—. ¡Tú eres necesario aquí! ¡Ellos te necesitan! ¡Yo te necesito!
—Ya no tengo nada que perder. —La voz de Garrik era un eco vacío—. Mi hija, mi nieta, mi yerno… los vi morir. Vi cómo esas cosas los… —Se detuvo, incapaz de terminar la frase. Sus labios temblaron por un instante, pero se recompuso rápidamente—. Si no fuera por un forastero que apareció de la nada y mató a una de esas bestias, yo también estaría muerto. Y, en el fondo, ya lo estoy, Enya.
—Mi familia era mi razón de vivir. Ellas eran todo lo que tenía. —Hizo una pausa, respirando hondo, tratando de mantener la compostura—. No puedo quedarme aquí, esperando a que todos muramos uno por uno. Lo único que me queda es proteger lo poco que aún vive en este pueblo. Si puedo darles aunque sea unas horas de respiro… entonces tendrá sentido.
La anciana apretó los labios, incapaz de detenerlo mientras Garrik se soltaba suavemente de su agarre. Con pasos firmes, abrió la puerta y salió al exterior.
—Garrik… —susurró ella, incapaz de detener las lágrimas.
Enya permaneció inmóvil, sintiendo el peso de la impotencia aplastarla. Otros ancianos cerraron la puerta tras él, atrancándola con cuidado.
Mientras las lágrimas seguían cayendo por sus mejillas, una idea inquietante comenzó a formarse en su mente: el forastero. Garrik había mencionado a un extraño que había aparecido y matado a una de las criaturas.
"¿Podría ser… un Adepto del Arcáne? Pero, ¿cómo era posible? En toda la historia de Trevalia, nunca uno ha pisado el pueblo."
Miró a su alrededor, a las caras aterradas de los niños y las mujeres, a los ancianos extenuados, y sintió que una tenue esperanza se encendía en su interior, aunque mezclada con incredulidad y desconfianza.
….
El cielo de Trevalia estaba teñido de un ominoso rojo anaranjado. El sol, en su último aliento antes de ocultarse tras las colinas, proyectaba sombras alargadas que parecían danzar sobre las ruinas del pueblo.
Garrik, de pie con la hoz vieja en sus manos, sentía el peso del momento como un yunque en su pecho. Los gruñidos de las bestias eran incesantes, un coro funesto que se mezclaba con los gritos desgarradores de los aldeanos siendo masacrados.
Cada grito era una puñalada directa al alma del anciano.
Conocía esos gritos. Podía ponerles rostros: la joven que apenas había aprendido a hilar lana, el herrero que siempre bromeaba con él en el mercado, el niño que se reía mientras corría detrás de las gallinas. Ahora todos esos rostros estaban siendo borrados por garras y dientes monstruosos, convertidos en recuerdos mutilados.
Apretó la hoz con ambas manos. No era un arma, solo una herramienta desgastada, pero en ese momento era su única compañera. Su mirada, antes nublada por el dolor, ahora ardía con un odio profundo y primitivo. La rabia suplantaba al miedo; la frustración, a la resignación.
Si iba a morir este día, no sería como un anciano indefenso. Sería como Garrik de Trevalia, el hombre que una vez protegió a su gente con palabras firmes y decisiones justas, y ahora con cualquier cosa que pudiera blandir.
Entonces las vio.
Dos bestias emergieron de entre las sombras, enormes y aterradoras, avanzando con la confianza de depredadores invictos. Sus cuerpos oscuros y musculosos parecían esculpidos para matar, y sus ojos brillaban con un hambre inhumana. Su pelaje, ennegrecido por la sangre de sus víctimas, goteaba mientras se acercaban, y un rugido gutural se alzó de sus gargantas, como si aceptaran el desafío que Garrik les presentaba.
—¡No me llevarán sin luchar!
El anciano gritó con toda la furia que su pecho podía contener y corrió hacia ellas, balanceando la hoz como un guerrero enloquecido.
La primera bestia saltó con la velocidad de un rayo, esquivando el torpe intento de Garrik de atacarla. Antes de que pudiera reaccionar, la criatura lo embistió con una fuerza devastadora, clavando sus garras en su torso y lanzándolo contra el suelo.
Garrik gritó de dolor, pero su rabia no cedió.
—¡Malditas! ¡Monstruos de los infiernos! —vociferó, con la voz rota y llena de desesperación.
Mordió con frenesí una de las garras que lo mantenían inmovilizado, como si su ira pudiera compensar su impotencia.
La segunda bestia, mientras tanto, ignoró completamente la lucha. Levantó su cabeza, oliendo el aire, y luego giró hacia el edificio del consejo. Garrik la siguió con la mirada y sintió que el pánico le helaba las venas.
—¡No! —gritó, con la voz desgarrada—. ¡No vayas allí! ¡Por favor, no!
La bestia, indiferente a sus súplicas, comenzó a avanzar. Podía oler a los humanos que se escondían tras esas paredes: el sudor, la sangre, el miedo. Todo era una sinfonía deliciosa para sus sentidos.
—¡Mírame, maldita sea! ¡Ven por mí, aquí estoy! —rugió, golpeando con su puño el suelo mientras trataba de liberarse.
Garrik intentó liberarse, pero la primera bestia hundió sus garras aún más, arrancándole un alarido que resonó en la plaza como un eco de agonía.
Con un movimiento cruel y deliberado, la criatura mordió el brazo de Garrik, arrancándolo con facilidad monstruosa. La hoz cayó al suelo con un sonido hueco, irrelevante ante la magnitud del horror que estaba ocurriendo.
Garrik gritó de dolor, pero más que eso, gritó de impotencia.
—¡NO! —suplicó entre lágrimas, mientras la sangre brotaba de su hombro destrozado—. ¡Por favor, no! ¡Déjenlos vivir! ¡Llévenme a mí, malditas sean!
Pero las súplicas solo parecían alimentar la crueldad de la bestia que avanzaba hacia el edificio del consejo. Podía olerlos ahora, más cerca que nunca: los humanos amontonados, el miedo saturando el aire, la promesa de un festín.
Garrik, medio desmayado por la pérdida de sangre, reunió cada fragmento de fuerza que le quedaba y gritó de nuevo, con un tono que era más una plegaria desesperada que un desafío.
—¡Por favor… no… ellos no…!
La segunda bestia ignoró todo. Con un rugido ensordecedor, se abalanzó contra la puerta del consejo, sus garras chocando contra la madera con un estruendo que resonó en el interior. Adentro, los sobrevivientes gritaron de terror. Las mujeres abrazaron a los niños, los ancianos intentaron reforzar las barricadas con sus cuerpos frágiles, y Enya, con los ojos desorbitados, miró hacia la puerta mientras un escalofrío recorría su cuerpo.
"Dos o tres golpes más", pensó," y todo habrá terminado."
En el suelo, con su vida escapando rápidamente de su cuerpo, Garrik murmuró con un hilo de voz, lleno de culpa y desesperación:
—Perdónenme… no pude… no pude protegerlos.
Sus ojos se cerraron, pero el estruendo de la puerta quedó grabado en su mente como el último sonido que escuchó.
La bestia no se detuvo y golpeó la puerta con un impacto brutal, astillando la madera reforzada y arrancando gritos de pánico del interior. Su hocico ensangrentado se abrió, dejando escapar un gruñido gutural mientras retrocedía para preparar otro embate.
Pero antes de que pudiera moverse, algo cambió en el aire. Un silbido cortó la noche, y con él, una figura veloz emergió de las sombras.
El destello plateado de una hoja atravesó el aire con precisión quirúrgica, cortando el cuello de la criatura en un movimiento fluido. La bestia gruñó, tratando de esquivar, pero la hoja ya había encontrado su objetivo, dejando un surco profundo del que brotaba sangre oscura y espesa. Apenas había terminado de girar hacia su atacante cuando una segunda hoja cortó el aire, hundiéndose directamente en su ojo con un impacto seco.
Un rugido ahogado se convirtió en un chillido estridente cuando una energía luminosa comenzó a irradiar desde la hoja incrustada. La criatura se estremeció violentamente, con su cuerpo temblando con espasmos descontrolados.
—La muerte tiene su estilo… y el tuyo es terminar en pedazos.—dijo la figura, con una voz baja y cargada de un peligroso desdén.
Con esas palabras, la energía dentro de la hoja explotó con un estallido brutal, haciendo que la cabeza de la bestia se desintegrara en una nube de sangre y restos que manchó la puerta y las paredes cercanas.
El cuerpo del monstruo se desplomó, sin vida, con un golpe sordo.
Los sobrevivientes dentro del edificio permanecieron inmóviles, en un silencio impregnado de asombro y terror.
En el exterior, la figura se enderezó, sosteniendo los dos cuchillos en sus manos: armas oscuras, de un brillo plateado que parecía pulsar con vida propia.
Era un hombre joven, no más de veintitrés años, con el cabello negro desordenado y los ojos verdes que brillaban con intensidad. Su rostro y sus manos estaban cubiertos de sangre seca y sudor, pero su ropa, extrañamente, permanecía impecable, como si el caos a su alrededor no pudiera tocarlo.
La segunda bestia giró hacia él, emitiendo un gruñido bajo y amenazante mientras que sus ojos brillanron con una mezcla de furia y cautela. Se agazapó, lista para atacar, pero la figura no mostró ni un atisbo de miedo. En cambio, sonrió, en una curva fría y letal que no alcanzó sus ojos.
—Tu turno. Hazlo interesante.
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