Chapter 3:
El Límite del Vacío
Mientras el aire seguía tenso, aquel chico desconocido mantenía sus armas de fuego apuntando hacia Shiro y Sora. No había movimiento. No había ruido. Solo ellos, envueltos en la quietud profunda del bosque.
Justo cuando el chico iba a hablar, un sonido estruendoso y repugnante irrumpió en el silencio. Algo grande y grotesco se acercaba, alertando al instante tanto al chico como a los hermanos Kyojuro. Al voltear, vieron una masa amorfa de carne, similar a una oruga gigante, lanzarse con violencia hacia el muchacho. Este logró esquivarla con un salto ágil, disparándole una ráfaga de balas en pleno aire, antes de aterrizar sobre la rama de un árbol.
La criatura soltó un grito ahogado de dolor, pero no se detuvo. Volvió a abalanzarse contra el chico, que esta vez guardó sus pistolas y desenfundó una espada colgada en su espalda. Con una gran sonrisa, se lanzó de frente contra la masa de carne, cortándola a lo largo de un solo tajo, terminando con ella.
Aquel movimiento hizo que los ojos de Shiro brillaran con emoción. Era la primera vez que veía a alguien luchar así contra algo que también le resultaba completamente desconocido.
Shiro: ¡Sora, ¿viste eso?! —exclamó con entusiasmo, volteando a ver a su hermano, que no apartaba la mirada del muchacho.
Sora, serio, dio un paso hacia adelante.
Sora: Hey, tú. ¿Eres un asesino de demonios? Y si es así… ¿para quién trabajas? —preguntó con frialdad, mientras instintivamente deslizaba su mano izquierda hacia la vaina de su katana… solo para recordar que se había roto, maldiciendo por lo bajo.
Con una sonrisa sarcástica, aquel chico colocó su espada sobre los hombros y ladeó suavemente la cabeza hacia la izquierda antes de responder:
Chico: Tranquilízate un poco, hombre. ¿O es que acaso me temes? —dijo con tono burlón—. Y, respondiendo a tu pregunta... no soy un cazador cualquiera, soy un cazador de la iglesia y mato todo lo que ellos desean. —Rió suavemente, como si todo fuera una broma—. Pero no se preocupen, ninguno de los dos, porque la Iglesia no los—…
Antes de que pudiera terminar su frase, el chico fue interrumpido por una dropkick repentina de Shiro. El impacto directo en la cara lo tomó completamente por sorpresa, lanzándolo hacia atrás mientras su espada caía a pocos metros de él. Las palabras del chico habían bastado para que Shiro lo considerara una amenaza.
Sin perder tiempo, Shiro se lanzó sobre él. A medio camino, recogió la espada caída con intención de atacarlo, pero apenas la tomó, tuvo que soltarla de inmediato: comenzaba a quemarle la mano. Aquello le costó segundos valiosos.
Mientras tanto, el chico ya se había reincorporado. Al ver a Shiro soltar la espada, rompió en carcajadas.
Chico: ¿De verdad creíste que podías usar mi espada contra mí tan fácilmente? —preguntó entre risas, mientras sacaba las manos de sus bolsillos—. Eres ingenuo… e idiota. No sé de dónde vienen, pero no voy a rechazar este combate.
En cada dedo llevaba ahora un anillo, ya puestos, como si hubieran aparecido con un solo movimiento.
Shiro, sin inmutarse, pateó la espada hacia el aire. La atrapó y la empuñó con ambas manos, a pesar del ardor evidente que le quemaba la piel. Vapor salía de sus palmas mientras adoptaba una guardia alta, decidido.
Con velocidad cegadora, se lanzo contra el joven. Este apenas alcanzó a ponerse en guardia cuando Shiro giró su cuerpo y desató una ráfaga de ataques cerrados, balanceando la espada con fiereza. El chico esquivaba con habilidad, y durante uno de sus desvíos, lanzó un puñetazo. Shiro bloqueó el golpe con la hoja misma de la espada, y continuó con los cortes sin detenerse.
A cierta distancia del combate, Sora observaba en silencio. Su indecisión lo carcomía; sin su katana, sentía que no podía hacer mucho. Sin embargo, al ver lo concentrado que estaba su hermano, supo que no podía quedarse quieto. No le importaba tener que usar sus ases bajo la manga.
Respiró hondo. Con movimientos rítmicos, comenzó a ejecutar una serie de sellos de mano, sin apartar la mirada de los dos adolescentes enfrascados en combate. Luego, apuntó con las yemas de los dedos hacia ellos.
Sora: Demonio lobo, ¡muerde!
Al instante, una gigantesca cabeza de lobo emergió de las sombras, lanzándose con sus fauces abiertas hacia ambos jóvenes. Ellos, al notar el ataque, se apartaron rápidamente en direcciones opuestas, cada uno con una pregunta en mente.
En la mente de Shiro resonaba: 《¿Qué es esa cosa y de dónde carajo salió?》
Mientras que aquel chico pensaba: 《¿Un Sacramento Carmesí...? ¿Qué clase de lunático hace un pacto con un demonio por un poco de poder...?》
Al separarse, Shiro levantó la espada y adoptó nuevamente su guardia. Sin embargo, el dolor lo obligó a soltarla: sus manos estaban completamente quemadas. Entonces, el chico extendió la mano derecha hacia adelante, y la espada voló de inmediato hacia su dueño.
Chico: Tardaste mucho en soltarla… ¿acaso ya te cansaste con ella, idiota? —dijo el chico con una sonrisa burlona, agitando la espada con desdén antes de deslizarse hacia el demonio lobo y partirlo a la mitad de un solo corte.
Con irritación y un dejo de sorpresa, Sora comenzó a preparar otra invocación; intuía que aquello iba para largo. Sin embargo, antes de que pudiera completar el proceso, Shiro cerró los puños, decidido a continuar.
Shiro: Cansarme no es una opción, al igual que perder. Pero quiero saber algo… —dijo Shiro con firmeza—. ¿Por qué esa arma me quemó y a ti no? Y también… ¿por qué puedo verte?
Hubo un silencio denso mientras el chico y Shiro se miraban fijamente, como si ambos buscaran respuestas en los ojos del otro. Pero antes de que alguien hablara, Sora ejecutó un último sello. Ante ellos apareció una criatura corpulenta de casi dos metros, mezcla de hombre y tigre, con una cola envuelta en llamas negras. Claramente, Sora había dejado de contenerse.
Al ver al Shikigami, la expresión del chico cambió. Su mirada se afiló, las cejas se fruncieron y apretó la mandíbula: estaba listo para el segundo asalto. Hasta que Shiro volvió a interrumpir.
Shiro: Responde. ¿Por qué tu espada me quemó y a ti no? ¿Son por esos guantes tuyos? Y además… ¿quién eres y por qué puedo verte? —exigió, apretando aún más sus manos a pesar del dolor.
De nuevo, un silencio espeso los envolvió. La tensión era tan pesada que parecía poder cortarse. El viento soplaba suavemente, agitando las ramas de los árboles y el cabello de los tres.
Chico: Mi arma está encantada, idiota. Solo yo puedo usarla. ¿Y a qué te refieres con que me puedes ver? ¿Acaso estás ciego? —el chico sonrió apenas, aunque sus palabras no tenían humor—. Y ya respondí eso antes: soy un cazador de la Iglesia. Mi nombre es Sebastián.
Shiro soltó un suave “Tch” y dio un paso hacia adelante, lo que Sebastián imitó sin dudar. Mientras tanto, Sora ordenaba en silencio a su Shikigami colocarse detrás de Shiro.
Shiro: No soy ciego, maldito. Mis ojos… pueden ver las
almas, la energía espiritual de vivos y muertos. El problema es que no puedo
ver a nadie tal como es. Las almas me estorban… igual que la energía
espiritual.
Pero tú… a ti puedo verte completamente. No hay nada que me tape la vista.
Sebastián esbozó una sonrisa burlona, sujetó la espada con firmeza y adoptó una guardia baja, listo para atacar. Su mirada se clavó en los ojos carmesí de Shiro.
Sebastián: ¿Y? ¿Te gusto o qué? —dijo con sarcasmo, dejando que se notara el desdén en su voz—. Odio a los que no siguen los géneros que Dios dio.
Sin más, se lanzó contra Shiro para iniciar el segundo asalto. Su espada buscó una estocada directa, que Shiro esquivó con cierta dificultad ladeando el cuerpo hacia la izquierda. Como una cuerda tensa a punto de romperse, Shiro contraatacó con un gancho izquierdo hacia su mejilla.
El cazador, ágil, se agachó y giró sobre sus tobillos, barriendo con su pierna derecha los pies de Shiro y derribándolo.
Antes de que Sebastián pudiera seguir, Shiro apoyó las manos en el suelo y se impulsó, lanzándose en un dropkick directo al rostro del cazador. Esta vez, Sebastián logró levantar la espada a tiempo, bloqueando con la hoja los pies de Shiro. Ambos sonrieron apenas, como si en ese choque hubieran dicho más que con cualquier palabra.
Sora: ¡Ataca!
El Shikigami tigre-humano se lanzó sobre Sebastián, aprovechando que estaba distraído con Shiro. Le propinó un fuerte puñetazo en las costillas, enviándolo a volar. Shiro se incorporó, esquivando por poco la cola en llamas del Shikigami, sintiendo el calor quemarle el aire.
Shiro: Oye, Sora… controla a esta cosa. Pone la cola demasiado cerca de mí… creo que piensa que soy inflamable —dijo con suavidad y un toque sarcástico, sin apartar la mirada de donde había caído Sebastián.
Con un leve suspiro, Sora ordenó en silencio a su Shikigami que le diera un zape a Shiro por hablador. El golpe le hizo perder la concentración.
Rápidamente, una bala atravesó la cabeza del Shikigami, acabando con él de inmediato. El disparo, limpio y certero, sorprendió tanto a Shiro como a Sora, aunque a Shiro se le escapó una ligera sonrisa.
Antes de que pudieran reanudar la pelea, dos monjas jóvenes, acompañadas por varios cazadores de la iglesia, intervinieron. Una de ellas había reconocido a Sora como el segundo cazador de demonios más importante del gobierno y del clan Kyojuro.
Monja 1°: Hermano Sebastián! ¡Pare! Ese hombre no es malo. —Su voz cargada de preocupación iba acompañada de una mirada suplicante.
Sebastián: ¿Ah? ¿Cómo que no? Ese idiota tiene más de un Sacramento Carmesí… ¡contratos con demonios, por si se le olvida, hermana Mila! —respondió con irritación. Ya había tomado el combate como algo personal, sobre todo contra Shiro, porque por fin había encontrado a un oponente digno.
Mila infló las mejillas en un gesto de puchero, pero fue la segunda monja quien habló, con un tono mucho más serio.
Monja 2°: Hermano Sebastián, ese hombre usa los Sacramentos Carmesí para pelear contra demonios. No es tan diferente de usted… o de los demás cazadores.
Antes de que Sebastián pudiera replicar, Sora habló. Caminó hasta colocarse junto a Shiro, aflojó un poco la corbata y soltó un suspiro antes de decir:
Sora: Si necesitan pruebas, se las daré. Mi código de cazador es 3850. Si son una fundación, deberían tener un servidor compartido con las demás, ¿no?
Hubo un breve silencio… hasta que Sebastián soltó una carcajada. Recogió su espada, la envainó y siguió riendo.
Sebastián: ¿Fundación? ¿Código de cazador? ¿Servidor compartido? Amigo… te estás volviendo loco con tantos contratos con demonios.
La segunda monja negó con la cabeza, como si ya estuviera acostumbrada a la actitud burlona de Sebastián.
Monja 2°: Hermano Sebastián, en la iglesia sí tenemos eso. Pero como a usted no le interesa, ni se asoma a verlo. Será mejor que regresemos. Usted está lleno de tierra… y sus invitados también. Y ese de ojos rojos… parece que no se ha bañado en días.
Shiro parpadeó y bajó la mirada, notando por primera vez lo desastroso que estaba. Sintió un poco de vergüenza, pero Sora intervino antes de que él dijera algo que no debía sobre el clan Kyojuro o su título.
Sora: Disculpen a mi hermano. Acaba de salir de un combate pesado antes de venir aquí. Agradecemos su comprensión… y que nos reciban como invitados.
La segunda monja asintió suavemente.
—Caminemos entonces.
El grupo se puso en marcha hacia la iglesia, pero Sora y Shiro se quedaron unos pasos atrás. Sora mantenía la guardia alta, desconfiando, mientras Shiro no apartaba la mirada de Sebastián: hacía años que no lograba “ver” a alguien así.
Shiro (susurrando): —Sora… ¿ese chico será como yo? ¿Por eso puedo verlo?
Sora (susurrando de vuelta): —Lo dudo, Shiro. Tú eres algo que no ocurre desde la era Edo. Pero… no voy a quitarle mérito. Ese chico es algo, pero aún no sabemos qué.
Antes de que Shiro pudiera responder, Sebastián giró la cabeza y les lanzó una sonrisa sarcástica.
Sebastián: ¿Qué tanto se susurran? ¿Impresionados conmigo? Tranquilos, cuando lleguemos a la iglesia les firmo algo para que se lo lleven de recuerdo. —Rió entre dientes y volvió a mirar al frente.
Mila, con un suspiro, se giró y caminó de espaldas para mirar a Sora.
Mila: Señor Sora, ¿desde cuándo tiene hermano? No hay nada de eso en los registros ni en las revistas.
La pregunta tomó a Sora por sorpresa, pero respondió rápido:
Sora: Mi hermano no es muy sociable… por eso casi nadie sabe de él. También desconoce muchas cosas. —Lo soltó como quien se inventa algo al vuelo.
Mila sonrió, confiando en su palabra, pero Sebastián frunció el ceño. Un antisocial no sería tan fuerte, y mucho menos hablaría de ver almas y energía espiritual.
Sebastián: ¿Y cómo se llama el idiota, gran Sora? —dijo con tono sarcástico, sin mirarlos.
Shiro: Me llamo Shiro… y no soy un idiota, cosa. —dijo con firmeza, haciendo que las palabras de Sora sonarán menos creíble para Sebastián.
Mila intervino antes de que Sebastián pudiera responder:
Mila: ¿Shiro? Vaya… es un nombre bastante femenino para un chico, ¿no? Y además… ¿por qué estás tan sucio y con esa ropa destrozada? Sé que el señor Sora dijo que saliste de una pelea, pero… ¿contra qué? ¿Un oso gigante? ¿Un ejército? Porque no creo que un hombre normal te haya dejado así…
Shiro miró un rato a Mila, antes de bajar la mirada al suelo, no sabía bien que decir. Para luego, soltar un suspiro y dejar que Sora hablará por el.
Sora: Un grupo de demonios. Es que Shiro aún es algo inexperto. —Dijo de manera indiferente mientras sumergía sus manos en los bolsillos del pantalón.— ¿Falta mucho para llegar?
La monja 2° y Sebastián lo voltearon a ver sobre su hombro, ninguno de los creyeron que Shiro fuera un inexperto. Pero sin embargo, no iban a insistir, aún que Sebastián parece que quería encarar la situación ya.
Mila: Muy poco, señor Sora. Y… ¿por qué no nos conocemos un poco mejor? Para romper el hielo —Dijo con una sonrisa cálida.— iniciare yo. Soy Mila, hija del padre Augusto. Tengo 24 años
Con un suspiro, Sebastián volteó nuevamente hacia delante igual que la Monja 2°. Pero sin embargo, esta última hablo.
Monja: Ah… Soy la hermana Nao, es un gusto conocerlo, Joven Sora. Y tengo 48 años.
Swbastián: Que fastidio… —Murmuró antes de girar su cabeza nuevamente para mirar a Shiro fijamente.— Sebastián, solo Sebastián, tengo 16 años.
Shiro: Shiro Kyojuro, hijo de Jonathan… —Fue rápidamente interrumpido por Sora, tapándole la boca. Un movimiento que hizo que Sebastián cuestionara más a Sora.—
Sora: No es necesario eso, Shiro. Y él tiene 16 años, igual que tu, Sebastián. —Dijo mientras le quitaba la mano de la boca de Shiro, mirando fijamente a Sebastián.— Soy Sora Hoshino, hermano de diferente madre de Shiro pero del mismo padre, tengo 25 años.
Después de las presentaciones, un silencio incómodo se adueñó del lugar. Sebastián y Nao mantenían la mirada fija en Sora, escépticos ante sus palabras. El viento nocturno rozaba los rostros de todos, y el suave vaivén de las ramas componía una melodía que atrapó la atención de Shiro, quien se perdió observando su danza. Ese gesto no pasó desapercibido para Mila ni para Sora.
Mila: Parece que su hermano aprecia la naturaleza, ¿no, señor Sora? —dijo con una ligera sonrisa, caminando hacia él y girando con elegancia hasta quedar a su lado—. ¿Le gustan las noches como esta?
Sora, algo incómodo por la cercanía, asintió con leve reserva.
Sora: Supongo que sí. La luna está hermosa esta noche, ¿no le parece? —comentó, levantando la mirada—. Y puede llamarme simplemente Sora, por cierto.
Mila esbozó una sonrisa más amplia y, con una calma que parecía ensayada, se acercó un poco más para contemplar también la luna.
Mila: A mí también me gusta… Y lo llamo señor porque lo admiro, Sora. Es admirable lo que ha logrado un hombre que el mundo decidió olvidar. Desde joven me ha fascinado su historia y lo que representa.
Por un instante, Sora quedó en silencio, observando su rostro. Era raro para él escuchar palabras de aprecio sin rastro de temor ni interés oculto. Una pequeña risa escapó de sus labios antes de volver la vista al cielo.
Sora: Me alegra oír eso, Mila. De verdad… No imaginé tener una admiradora. Este oficio no suele ser visto con buenos ojos.
Mila sonrió, esta vez con una calidez distinta, y dio un paso más cerca. La distancia entre ambos se desvanecía con la misma lentitud con que la luna ascendía en el firmamento.
Mientras el corazón de Sora latía con el calor dulce que emanaba de Mila, Shiro se había perdido en sus propios pensamientos, hipnotizado por la danza de las ramas. Sin embargo, un sonido seco —el crujir de los nudillos de Sebastián— lo arrancó bruscamente de su trance. El joven se había acercado, con una sonrisa escéptica.
Sebastián: Shiro… ¿no? —murmuró mientras se estiraba los dedos con despreocupación—. Tal vez deberíamos hablar en la iglesia, para que tu hermanito no se meta donde no lo llaman.
Shiro soltó un suspiro cansado y agitó la mano con desgano, como si las palabras de Sebastián fueran polvo en el viento.
Shiro: No es necesario, cosa. No creo que tengamos nada que hablar. Solo pasaremos la noche en esa iglesia y luego seguiremos nuestro camino. —Su tono fue plano, sin emoción. Luego, giró el rostro apenas para observar la forma en que Sebastián caminaba—. Caminas… extraño. Demasiado relajado. ¿Hay alguna razón para eso?
Sebastián soltó una risa breve antes de cruzar los brazos con aire arrogante.
Sebastián: Sencillo. Soy fuerte. Hasta me atrevería a decir que soy el más fuerte de aquí. Después de todo, ni tú ni tu hermano me hicieron sudar.
Shiro se encogió de hombros, indiferente. La fuerza nunca le había importado. En su mente, solo existía el deseo de vivir por Luce, no de ser el más poderoso.
Shiro: ¿El más fuerte, eh? Qué curioso apodo… siempre me ha parecido un sin sentido. —Su voz bajó hasta convertirse en un murmullo—. ¿Eres fuerte, o simplemente no has encontrado a alguien de tu talla? Mi madre solía hacerme esa pregunta… No le gustaba el ego de los Kyojuro pero tampoco hizo nada para protegerme.
Sebastián lo observó en silencio, intrigado por el tono sereno pero cortante de Shiro. Además de ese ligero matiz de odio. Analizó sus palabras, su mirada, intentando descifrar si hablaba en serio o solo jugaba con él.
Antes de que pudiera responder, el grupo llegó a la iglesia. Nao tomó la palabra con su habitual firmeza, aunque su tono se suavizó al mirar a Shiro.
Nao: Bien, hemos llegado. Es algo tarde, pero deberían bañarse, sobre todo nuestro invitado. Shiro, puedes usar las duchas principales. Hay agua caliente.
Sebastián le hizo una seña con la cabeza para que lo siguiera, y Shiro lo hizo sin decir palabra. Mientras tanto, Sora y Mila se quedaron atrás con Nao.
Nao: Y ustedes dos… sepárense un poco. Apenas se conocen. Mila, lleva al joven Sora a las habitaciones de invitados y dale ropa limpia.
Mila asintió con energía y, sin esperar respuesta, tomó la mano de Sora para arrastrarlo por el pasillo. Nao soltó un suspiro y, al verlos desaparecer tras la esquina, se dirigió a informar al padre Augusto de su regreso con Sebastián.
Las rápidas y suaves pisadas de Mila y Sora resonaban por el pasillo, acompañadas de la risa dulce de ella al ver el rostro confundido de él. El corazón de Sora ardía con una calidez desconocida, y solo pudo devolverle una sonrisa tímida pero sincera.
Mila: ¡Nos desviaremos un poco! Hay algo hermoso que quiero mostrarte —exclamó con una sonrisa luminosa, tirando de su mano y guiándolo hacia un pasillo que daba al patio.
Afuera, la luz de la luna bañaba un árbol de flores blancas como la nieve. Entre sus ramas, las estrellas parecían bailar junto a la bruma, formando un cuadro casi irreal. El césped, verde y húmedo, crujía suavemente bajo sus pasos, y el silencio del lugar —antes incómodo para Sora— se volvió un refugio sereno, un sueño que no quería terminar.
Mila: Hablaste de la luna, ¿recuerdas? Pues mírala desde aquí… —susurró, entrelazando sus dedos con los de él—. Cuando la mencionaste, supe que debía traerte a este sitio.
Sora quedó sin palabras. La calidez que sentía en el pecho lo desbordaba; su respiración tembló, y por un momento creyó que el tiempo se había detenido. Apretó con suavidad la mano de Mila, y con una sonrisa apenas dibujada murmuró:
Sora: No solo la luna se ve hermosa desde aquí…
Mila lo miró a los ojos, y un leve rubor encendió sus mejillas. Quiso apartarse, pero sus piernas no respondieron. Algo dentro de ella se rehusaba a romper aquel instante.
Mientras Sora disfrutaba de la noche junto a Mila, la otra cara de la moneda se revelaba en el mismo lugar: las duchas principales.
Los azulejos azul marino reflejaban el suave movimiento de las manos de Shiro al despojarse de sus viejas y desgastadas prendas: una camisa y un pantalón negros, junto a un obi blanco manchado de sangre seca.
Con un leve temblor, estiró los brazos hacia atrás, entrelazó las manos y arqueó la espalda hasta oír un crujido. Exhaló con alivio y, al soltar las manos, miró su reflejo en el espejo.
La imagen lo estremeció. Su rostro estaba sucio, manchado, casi irreconocible. Su cabello, más largo que el de su hermano, caía sobre sus hombros como una sombra.
Tal vez Sora sepa cortarlo, pensó.
Estaba por entrar a la regadera cuando escuchó la puerta abrirse y pasos firmes avanzar hasta los casilleros contiguos.
Sebastián: ¿Ya terminaste? El padre Augusto quiere hablar contigo —dijo con voz firme, irritado por tener que ser el mensajero.
Shiro no se sobresaltó. Saber que era Sebastián y no otro lo tranquilizó. Aunque no confiaba plenamente en él, intuía que era de fiar por el momento.
Shiro: Aún no… ni siquiera sé cómo funcionan estas cosas —respondió con una honestidad que descolocó al otro.
Sebastián soltó una carcajada y se dejó caer contra un casillero, haciendo resonar un golpe metálico.
Sebastián: Pareciera que no conoces nada de este mundo… ¿acaso eres una especie de ludita? —bromeó con ligera burla antes de suspirar—. ¿Recuerdas que te dije que íbamos a hablar? Este lugar servirá.
Shiro permaneció en silencio. Solo cruzó los brazos sobre su abdomen y observó su reflejo.
Sebastián: ¿Quién eres realmente? ¿Y por qué tu hermano intenta esconderte?
Shiro bajó la mirada. Sus brazos se aferraron más a su cuerpo desnudo, temblando bajo el frío. Su voz salió apenas como un murmullo.
Shiro: Soy Shiro Kyojuro, hijo de Jonathan Kyojuro… y de ahí no sé qué más soy. Ese hombre dice ser mi hermano, pero no lo conozco. Aun así, su alma brilla en amarillo… y eso me basta para confiar.
Sebastián lo observó con atención, los brazos cruzados, midiendo la sinceridad en cada palabra.
Sebastián: Jonathan Kyojuro… si no me equivoco, ese nombre tiene peso en el clan. Si eres su hijo, tú también debes ser importante. —Ladeó la cabeza—. Supongo que no eres un don nadie. ¿Dónde aprendiste a pelear así?
Las palabras lo sorprendieron. Toda su vida le habían dicho que su padre no era más que una oveja negra.
Shiro: ¿Mi padre era importante? —susurró para sí mismo antes de responder—. No lo sé… solo llegaban.
Sebastián suspiró y alzó la vista al techo antes de lanzar otra pregunta.
Sebastián: Dijiste que tu madre odiaba el orgullo de los Kyojuro, pero no intentó salvarte. ¿Salvarte de qué?
La mente de Shiro se nubló. Volvieron los recuerdos: los entrenamientos forzados, los golpes, las noches sin descanso.
Shiro: De ellos mismos. Me obligaron a entrenar… a convertirme en un arma. Mi madre intentó liberarme, pero el soborno pesó más que su amor. Supongo que eso soy… un arma.
Sebastián guardó silencio. En su rostro se mezclaban la seriedad y algo más difícil de identificar: compasión.
Sebastián: No eres un arma —murmuró antes de levantarse y salir del baño.
Solo, con el eco de esas palabras flotando en el aire, Shiro se quedó inmóvil. Aunque no pueda ver la alma de Sebastián, podía saber que él lo comprendía más que el mismo.
Lentamente, caminó hasta la regadera. Giró la llave, y el agua caliente comenzó a caer sobre su piel. El contacto lo hizo temblar; no de frío, sino de alivio. Mientras el agua arrastraba la suciedad y la sangre seca, sus lágrimas se confundieron con las gotas. Era la primera vez que lloraba no por dolor ni por miedo sino por satisfacción.
Después de unos minutos bajo la ducha, Shiro salió de los baños principales. Vestía unas zapatillas de artes marciales, un pantalón negro y un suéter gris, ambos holgados.
Sus pasos suaves resonaban por los pasillos silenciosos de la iglesia hasta que, al doblar un corredor, se topó con el salón principal. Las estatuas blancas y los vitrales bañados por la luz lunar daban al lugar una solemnidad casi sagrada. Al fondo, un hombre de piel oscura, vestido con una larga gabardina negra y una gargantilla pastoral, parecía esperarle.
Shiro: ¿Usted es el padre Augusto? —preguntó con voz serena, aunque sin emoción aparente—. Sebastián dijo que quería hablar conmigo.
El hombre se giró despacio. Su rostro se iluminó con una sonrisa amable y, con un gesto de su mano, invitó a Shiro a acercarse.
El sonido de los pasos de Shiro se mezcló con el eco del templo. Cuando estuvo frente al sacerdote, este posó una mano firme sobre su hombro.
Augusto: Joven Shiro… ¿crees en Dios o en algo? —preguntó con voz profunda.
Shiro levantó la mirada hacia la cruz en el altar. La figura de Jesús parecía observarlo desde lo alto, y por un instante, sintió un extraño peso en el pecho.
Shiro: No estoy seguro… —susurró—. Nunca me hablaron de Él. Y lo poco que escuché… no se parece nada a lo que veo aquí.
Augusto bajó la mirada, reflexivo.
Augusto: Tu Dios debe de ser ese hereje… Minoru Kyojuro, ¿no es así?
Aquellas palabras golpearon con fuerza la mente de Shiro. Supo entonces dos cosas: que Sebastián había hablado, y que el nombre Kyojuro seguía teniendo peso.
Shiro: Así que ese es su nombre… —murmuró—. Solo lo conocía como el primer Kyojuro. Señor, ¿puedo saber el motivo de esta charla?
Augusto retiró su mano y se apoyó en el respaldo de un banco cercano.
Augusto: Tu Dios fue un hereje, además que la historia de tu sangre no ayudan, y por eso dudamos que tú seas alguien de fiar. Además, tu hermano parece acercarse demasiado a mi hija. Si van a permanecer aquí, debemos asegurarnos de quién eres realmente.
Hizo una breve pausa y, con voz solemne, mirando los ojos del joven con frialdad añadió:
Augusto: Shiro Kyojuro, serás juzgado mañana.
Las palabras se clavaron en la mente del joven. Todo pensamiento sobre Luce se desvaneció, reemplazado por un silencio pesado que lo oprimió por dentro.
Augusto: Se te asignará un abogado —continuó el padre—. Sebastián lo ha elegido por ti. Mañana por la mañana vendrá a verte. Que tengas una buena noche, Shiro Kyojuro.
Dicho esto, Augusto se alejó por el pasillo central. Sus pasos resonaron entre los vitrales y, poco a poco, el eco de su voz se apagó, dejando a Shiro solo ante la cruz, con la mente llena de dudas y un juicio que ya se cernía sobre él.
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