Chapter 5:
Noventa y Nueve Mil Memorias (Spanish - Español)
La manada de lobos corría furiosa a través del bosque, un torbellino de sombras y colmillos, impulsados por el instinto y la rabia. Su presa había escapado y, con ella, había desaparecido uno de los suyos. No tenían la inteligencia para cuestionarse cómo o por qué, solo sabían que su caza no había terminado. Y así, con las fauces entreabiertas y la respiración agitada, rastrearon el bosque, avanzando como una entidad hambrienta.
Entonces el viento cambió de dirección, y de repente, lo olieron. Un rastro débil, casi imperceptible, pero suficiente.
Un aullido rasgó el aire y la manada se lanzó al unísono en su dirección, impulsada por la emoción salvaje de la inminente carnicería.
El olor era inconfundible: la presa estaba cerca.
Al llegar a un claro iluminado por la pálida luz de la luna, lo vieron.
Asteron estaba sentado en el suelo, inmóvil, con la cabeza levemente inclinada hacia el frente, como un hombre en profunda meditación.
Para la manada, era como si él mismo se ofreciera en sacrificio. Su carne y sangre esperaban ser reclamadas por los colmillos de la noche.
Los lobos se dispersaron rodeándolo como sombras vivas, deslizándose entre los árboles con una gracia silenciosa que solo la noche podía otorgar. Sus figuras se confundían con la oscuridad, invisibles para cualquier ojo que no estuviera acostumbrado a los secretos del bosque.
El alfa, un lobo de pelaje oscuro y cicatrices antiguas marcando su hocico, observó con ojos centelleantes a su enemigo, y un simple movimiento de su cabeza fue suficiente para que uno de sus subordinados entendiera la orden.
El lobo elegido se movió entre los arbustos como un fantasma y cuando estuvo lo suficientemente cerca, sus músculos se tensaron, y en un salto rápido, sus colmillos se abrieron en un ángulo cruel, buscando la carne tierna de la garganta de la criatura molesta que había osado huir.
Justo cuando las fauces del lobo estaban a punto de cerrarse sobre Asteron, un destello plateado cruzó el aire.
El lobo no tuvo tiempo de aullar; su cuerpo se dividió en dos con una precisión escalofriante. La sangre brotó en un arco perfecto antes de salpicar la tierra, y sus mitades inertes se desplomaron a los lados de Asteron, formando un lago escarlata a a su alrededor.
Asteron entreabrió los ojos, como si despertara de un sueño profundo. Sus pupilas vagaron por la escena con una calma perezosa.
Sonrió, y el brillo del cuchillo que danzaba entre sus dedos parecía reír con él, un reflejo plateado que aún temblaba tras su último movimiento.
—Qué agradable es verlos nuevamente —dijo con voz apacible, como si se encontrara con viejos conocidos—. Esta es una ocasión especial. He logrado algo que jamás creí posible…algo que jamás había conseguido antes. ¿No sienten la emoción en el aire?
Hizo una pausa, disfrutando el momento, antes de continuar con una chispa traviesa en sus ojos.
—Dicen que las buenas noticias se disfrutan el doble cuando se comparten con los indicados. ¿No creen?
Sus palabras flotaron en el aire con un matiz casi juguetón. Luego, se puso de pie con calma, sacudiéndose el polvo de la ropa con movimientos deliberados. Su mirada vagó por el bosque, escudriñando la oscuridad hasta detenerse en un punto exacto.
El alfa sintió la mirada sobre él. Su pelaje se erizó y dejó escapar un gruñido bajo.
Asteron inclinó la cabeza con una sonrisa divertida.
—¡Vamos, no pongas esa cara! Es solo que no lo has captado todavía. Al formar el Corazón Etéreo, hay un punto crucial: la bifurcación. Mago o Caballero del Aether, una elección que no suele dejar margen de error. Pero, querido amigo… —sus ojos resplandecieron con un brillo travieso— ¿y si te dijera que yo estoy recorriendo los dos? ¡Sí, sí, los dos! ¡Doble poder, doble genialidad! ¿No es curioso cómo algunos límites existen solo porque nadie se atreve a cruzarlos?
La manada observó en silencio. No entendían sus palabras, pero su tono entusiasta era irritante.
El alfa gruñó más fuerte.
—Y eso no es todo —continuó Asteron, agitando una mano como si contara una historia fascinante—. Verás, esto volvería loco a todo el mundo Arcáne. Pero aún hay más…
Un rugido cortó su explicación. El alfa, harto de los sonidos molestos que producía su presa, lanzó un ladrido furioso.
Era la señal.
Toda la manada se abalanzó sobre Asteron en una explosión de movimiento letal.
Sin embargo, Asteron no mostró ningún cambio en su expresión. Su postura se mantuvo relajada, sus ojos apenas parpadearon ante la embestida de las bestias. Y cuando los primeros colmillos estuvieron a centímetros de su carne, se movió.
Fue un solo paso. Pero en ese instante, su figura se desdibujó.
Los lobos atacaron el aire vacío.
Asteron reapareció entre ellos, desplazándose con una facilidad imposible. Mientras esquivaba con naturalidad, aún sonreía y continuaba hablando.
—¿No lo entiendes? ¡Poseo dos corazones etéreos en vez de uno! —dijo con tono animado mientras evitaba un mordisco por un margen ínfimo—. Y además de eso, ni siquiera los formé con fragmentos de Resonancias Etéreas, sino con la mismísima Esencia Primordial del Vínculo Arcáne.
Saltó hacia atrás con ligereza y luego, de repente, se llevó una mano a la frente con una expresión de disculpa.
—¡Claro que no puedes entenderlo! Perdona… Es mejor demostrarlo, ¿no crees?
Un brillo inhumano centelleó en sus ojos.
—Déjame mostrarte un poco de la Esencia Primordial de la Existencia.
Y entonces, se abrió paso entre la manada como un relámpago, deteniéndose frente al segundo lobo más fuerte. El animal ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar.
Con una calma indiferente, alzó la mano y le propinó una bofetada.
El cráneo de la criatura se pulverizó al instante, esparciendo sangre y fragmentos óseos en todas direcciones, manchando el suelo y el pelaje de los otros lobos.
Por un instante, todo quedó en silencio.
La manada entera quedo paralizada, contemplando la escena con algo parecido al horror animal.
Asteron, sin molestarse en limpiar la sangre de su rostro, giró la vista hacia el alfa.
—Bueno —dijo, con una sonrisa relajada—. ¿Ahora sí me estás entendiendo?
El alfa retrocedió, mientras sus garras arañaban el suelo con vacilación. La ferocidad que antes lo definía se desvaneció, dejando al descubierto una grieta en su armadura de orgullo. Sus ojos, antes consumidos por la furia, parpadearon con un brillo inusual: el destello incipiente del miedo, un sentimiento ajeno a su naturaleza indomable.
Asteron inclinó la cabeza, observando con interés cómo el depredador se convertía en presa de sus propias emociones.
—Oh… ¿Te das cuenta ahora?
El alfa lanzó un aullido agudo, una orden desesperada que hizo eco en el bosque. En un instante, la manada rompió su formación y comenzó a huir.
Pero Asteron solo negó con la cabeza, con una mueca casi divertida en los labios.
—Me acorralaste, me heriste, casi me mataste… Ahora dime, ¿qué te hace pensar que permitiré que tú y tu manada salgan de esta con vida?
Su voz fue un susurro que atravesó la distancia como una flecha envenenada. El alfa tembló y, sin poder evitarlo, giró la cabeza hacia él. Comprendía. No sabía cómo ni por qué, pero cada palabra se grabó en su mente como una sentencia ineludible.
Asteron no le permitió el lujo de la incredulidad. Murmuró palabras en un idioma ajeno, una letanía antigua y desconocida, y al alzar su mano, la sangre de los lobos caídos abandonó sus cuerpos. Flotó en el aire, retorciéndose como serpientes líquidas antes de tomar forma.
Lanzas de sangre. Filosas, letales, sedientas.
El alfa soltó un ladrido férreo, un último intento de salvar a los suyos.
Su manada obedeció de inmediato, esparciéndose en todas direcciones, atravesando la espesura con el frenesí de quienes huyen de un desastre inevitable.
Pero Asteron simplemente los observó con una expresión relajada.
—Es inútil —murmuró, sin molestarse en alzar la voz—. El momento en que volvieron por mí fue el momento en que renunciaron a todo.
Las lanzas de sangre se dispararon.
Atravesaron la noche con precisión quirúrgica, sorteando ramas, hojas y sombras sin perder su objetivo.
Si cualquier otro adepto hubiera presenciado la escena, habría quedado congelado por el horror. No solo por la exhibición brutal del control sobre la magia de sangre, sino por la certeza aterradora de cada disparo.
Asteron no solo los había atacado, los había cazado con una precisión absoluta. Sus lanzas encontraron el cráneo de cada lobo, perforando sin error, sin escape.
El alfa fue el último en caer.
Su cuerpo se desplomó pesadamente contra la hojarasca, con su mirada vidriosa aún reflejando la sombra del miedo.
Asteron no le dedicó más atención a la escena. Para él, era irrelevante. Algo aburrido. Tenía asuntos más importantes en qué pensar.
Se agachó, extendió la mano y tomó una flor.
—Nada de mi mundo permanece igual cuando llega aquí —pensó, girando la flor entre sus dedos—. ¿Sucederá lo mismo si algo de este mundo cruza hacia el mío?
Cerró los ojos un instante. Su mente viajó a un solo pensamiento: su regreso.
Sintió el cambio en el aire antes de abrirlos. La textura del mundo a su alrededor se desmoronó y, cuando volvió a mirar, ya no estaba en el bosque.
Su apartamento lo recibió con un silencio ensordecedor.
Desorden. Trozos de muebles rotos, sangre en el suelo, y un maldito lobo muerto en medio de su sala.
Exhaló, sin sorpresa. Fuera de su habitación, el edificio seguía en calma. El Distrito Ámbar no se alteraba por cosas como esta. Aquí, cada quien miraba hacia otro lado, fingía no haber oído, no haber visto.
Porque en este lugar, la curiosidad siempre llevaba a una esperanza de vida muy corta.
Asteron observó la flor en su mano, girándola entre los dedos con una expresión inescrutable. No había cambios. Ni en su color, ni en su textura. Permanecía exactamente igual que cuando la tomó del suelo del bosque.
"Así que todo lo que ingresa allí se altera..." Pensó. "Pero lo que extraigo regresa sin cambios. Eso significa que hay una influencia unilateral en la transición."
Una ligera llama azul brotó de su palma, envolviendo la flor en un fuego voraz que la redujo a cenizas en un instante. Luego, exhaló con cansancio y dejó que los restos carbonizados se deslizaran entre sus dedos.
Alzó la vista y recorrió su apartamento. El lugar era un desastre absoluto. Trozos de muebles destrozados, sangre seca manchando el suelo y, en medio de todo, el cadáver del lobo.
—Tsk… esto va a ser un fastidio. —Se llevó una mano a la sien y masajeó con irritación.
Tendría que limpiar este caos antes de regresar. Si no, la próxima vez que volviera se ahogaría con la peste.
Se inclinó hacia el lobo y palmeó el cuerpo con cierta tristeza.
—Eres apenas un poco más grande que los demás… pero sigues siendo un animal ordinario. Ni siquiera valdría la pena cargar contigo para venderte en el Distrito Ámbar.
Con un susurro, extendió la mano y una llamarada voraz emergió de sus dedos, envolviendo al animal en un fuego abrasador. Con la otra mano, realizó un leve gesto y un viento controlado arrastró el humo y las cenizas por la ventana abierta.
Asteron se quedó allí un momento, observando las últimas brasas apagarse antes de dejar escapar un resoplido cansado.
Luego, puso manos a la obra.
El proceso fue tedioso. Maldiciones se escaparon de sus labios mientras se encargaba de la sangre seca y los escombros de los muebles destrozados. Sus pensamientos, sin embargo, vagaban en una dirección diferente. Mientras fregaba el suelo, habló en voz baja, casi como si tratara de convencerse a sí mismo.
—Durante eras, casi todas mis vidas ha sido la misma historia repetida: escalar, luchar, ganar… siempre ganar. Romper límites, superar adversidades, convertirme en una leyenda. Lo logré cada vez, sin excepción. Alcancé la cima, toqué una excelencia que otros no podían siquiera imaginar… pero, ¿a qué precio?
Se detuvo un instante y apretó el trapo en su mano. Sus ojos se perdieron en el reflejo distorsionado del agua ensangrentada sobre el suelo.
—¿Cuántas veces más debo recorrer este mismo sendero? ¿Cuántas vidas más debo consumir en un ascenso frío y solitario? Siempre persiguiendo algo, siempre sacrificándolo todo, sin detenerme jamás a disfrutar lo que realmente importa. No sé qué busca la puerta roja de mí, pero sé lo que yo quiero de esta vida: vivirla de verdad. Por una vez, quiero sentir, quiero gozar, quiero abrazar el instante sin pensar en el siguiente escalón.
Terminó de limpiar, suspirando al ver el apartamento relativamente decente otra vez. Se dirigió a un rincón, sacó una vieja mochila y metió dentro el botiquín. Luego, tomó el cuchillo que venía en la oferta 2x1 y lo aseguró junto con su gemelo en su cinturón.
Con la mochila al hombro, salió al exterior y subió las escaleras rumbo la azotea del edificio con pasos ligeros.
Había algo que necesitaba comprobar.
Mientras ascendía, una sensación incómoda se arrastró por su piel. No era dolor, no era fatiga. Era algo más sutil, una disonancia en su propio ser.
—Algo… algo se siente raro —murmuró, observando su propia mano—. Pero todo parece estar bien…
Sacudió la cabeza y continuó subiendo.
Al llegar a la azotea, se colocó en el centro. Quería comprobar si podía viajar entre mundos mas haya de su apartamento. Así que cerró los ojos y repitió el proceso.
Sintió la textura del mundo alterarse y al abrir los ojos nuevamente, el bosque lo recibió.
Nada había cambiado. Excepto por un detalle.
Bajó la vista y notó que la mochila ya no estaba en su espalda. En su lugar, un anillo de almacenamiento espacial adornaba su dedo. Tocándolo con curiosidad, canalizó un poco de energía y confirmó que el contenido seguía allí: la caja con los productos alquímicos.
Se ajustó el anillo en el dedo y miró a su alrededor.
Se acercó a un árbol cercano, posando su mano suavemente sobre el tronco rugoso. Cerró los ojos y murmuró palabras que solo él conocía, un susurro antiguo que resonaba en el lenguaje de la vida. Al principio, el árbol permaneció inmóvil, pero Asteron no perdió la paciencia. Repitió las palabras con calma, una y otra vez, hasta que sintió el leve estremecimiento bajo sus dedos.
Una sola hoja, verde y brillante, se desprendió y flotó en el aire, dejándose arrastrar hacia una dirección.
Asteron abrió los ojos con una sonrisa ligera y agradecida. Observó la dirección en la que la hoja fue llevada y, antes de continuar, dio una suave palmadita en el tronco del árbol. "
—Gracias, viejo amigo, por guiarme, —susurró, como si fuera un pacto, y comenzó a caminar
…
Asteron avanzaba entre la vegetación, observando cada detalle a su alrededor. Reconocía cada planta, cada árbol, cada criatura que aparecía en su camino. Un conocimiento profundo, acumulado en incontables años, le revelaba que este bosque, aunque vasto y denso, no tenía nada de extraordinario.
En otros mundos, bosques de esta clase habrían pasado desapercibidos, perdidos entre parajes más impresionantes y exóticos. Pero, aun así, él avanzaba con cautela, consciente de que en cada mundo, sin importar cuán común pareciera, los peligros acechaban en los rincones menos esperados.
A medida que se desplazaba, se detenía cada ciertos kilómetros para repetir el ritual de conexión con los árboles. Colocaba una mano sobre el tronco, susurraba las palabras de vida y aguardaba pacientemente hasta que una hoja, movida por el conocimiento de la naturaleza, le indicara la dirección segura.
No tenía prisa.
"Un paso a la vez," pensó, recordándose que, aunque el entorno fuera familiar, la imprudencia había sido la caída de muchos.
Finalmente, una brecha luminosa apareció en el horizonte. Había encontrado la salida. Con una sonrisa ligera, salió del bosque y, antes de seguir adelante, se giró para dar una última mirada al manto verde. Inclinó la cabeza en un gesto respetuoso y susurró:
—Gracias, amigo, por mostrarme el camino.
De repente, un extraño aroma penetró en sus sentidos. Era leve, casi imperceptible, pero para Asteron era suficiente.
Una sensación de alerta se apoderó de él, una chispa de instinto que se encendió, fruto de incontables encarnaciones enfrentando peligros. Sin pensarlo dos veces, desenvainó los Cuchillos del Corte Etéreo, sintiendo la energía que latía en sus manos, lista para ser liberada.
—Esto no es un simple olor, —reflexionó.
Algo le decía que una amenaza se cernía no muy lejos. Siguiendo su intuición, ascendió rápidamente la ladera de una colina cercana, buscando una mejor vista del entorno. Al llegar a la cima, el paisaje se desplegó ante sus ojos, y lo que vio le heló la sangre.
A la distancia, un pequeño pueblo, rodeado por una muralla de troncos, estaba bajo ataque. Una horda de bestias, al menos quince, se lanzaba contra las murallas con furia.
Asteron observó a los guardias que intentaban defender el lugar desde lo alto de la empalizada, lanzando flechas y lanzas en un esfuerzo desesperado. Pero no eran adeptos del Arcáne. Carecían de resonancias, de cualquier habilidad que pudiera darles una oportunidad real contra criaturas de esa magnitud.
"Están condenados," pensó con frialdad, mientras sus ojos seguían el caos que se desataba.
Conocía esas bestias; sus cuerpos oscuros y musculosos, sus garras afiladas, eran inconfundibles. Para los aldeanos, resistir a una de esas criaturas sería casi imposible, y mucho menos a quince.
"Si la muralla cae..." pensó, vislumbrando el futuro inevitable. "No será más que una masacre."
Respiró profundo, contemplando la escena con una mezcla de frustración y desasosiego. En su pecho, el Corazón Etéreo palpitaba débilmente, insuficiente para librar una batalla de esa magnitud. Sabía que enfrentarse a esa horda en su estado actual sería casi un suicidio, una apuesta desesperada contra las fuerzas de la muerte.
No obstante, algo en él se resistía a dar la espalda y seguir adelante.
"¿Realmente debo arriesgarlo todo otra vez?", pensó, sintiendo una punzada de agotamiento recorrer su mente.
Esta vez quería vivir diferente, dejar atrás el eterno conflicto, las luchas incesantes. Después de todo, ¿no había prometido que en esta vida sería libre, que viviría sin esa cadena que siempre lo arrastraba al sacrificio?
Observó a los aldeanos en la empalizada, su determinación temeraria al enfrentar lo inevitable. Podría bajar la mirada, continuar su camino y justificar su partida como una cuestión de sensatez.
—¿Enfrentarme a bestias del Arcáne? Apenas logré convertirme en un Adepto, si intento algo ahora, seguro muero… Y no soy fan del suicidio.—se dijo, casi en un susurro, tratando de convencerse.
"Si permito que esto ocurra, si doy la espalda…", sus pensamientos lo traicionaban, revelándole una verdad implacable: ese peso, esa culpa, no le permitiría vivir en paz.
Ignorar esta situación sería ignorarse a sí mismo, y cualquier paz que obtuviera después sería un engaño, una sombra torcida de la vida plena que tanto anhelaba.
Apretó la mandíbula, dejando que el conflicto se resolviera en silencio. Cada fibra de su ser sabía lo que tenía que hacer, aunque parte de él quisiera evitarlo.
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